El Sacerdote y la eucaristía
Bruno Forte, Roma
“Desde hace más de medio siglo, cada día, desde ese 2 de noviembre de 1,946 en que celebré mi primera misa en la cripta de San Leonardo, en la catedral de Wawel de Cracovia, mis ojos se han recogido sobre la hostia y el cáliz en los que el tiempo y el espacio parecen haberse “contraído” y el drama de Gólgota vuelve a presentarse vivo, desvelando su misteriosa “contemporaneidad”. Cada día, mi fe a podido reconocer en el pan y el vino consagrados al divino Viajero que un día se acercó a los discípulos de Emaús para abrirle los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cfr. Lc 24,13-35)”. Así escribe Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia, No. 59), dando testimonio de la manera en que ha educado sus ojos a ver lo invisible en la escuela de la fe enamorada de Dios hecho carne, hallado cada día en la celebración eucarística, y a partir de ella le ha enseñado a su corazón a latir al unísono con el del amor divino, a su boca a ser un vehículo de verdad evangélica a sus manos a realizar obras de caridad y paz, a sus pies a llevar la buena nueva al mayor número posible de hombres y mujeres. Este testimonio, tan personal y cautivante, demuestra, mucho mejor que cualquier razonamiento abstracto, el carácter esencial de la eucaristía para la vida y la identidad del presbítero, cumbre y fuente verdadera de todo lo que éste es y hace. Y este ejemplo me alienta a reflexionar sobre la relación entre el sacerdote y el sacramento eucarístico, memorial de la pascua del Señor, de manera directa y discursiva, dirigiéndome como hermano a mis hermanos presbíteros, no sólo bajo la luz de la fe pensada, sino también bajo el misterio celebrado y vivido como cita fiel en la sucesión de los días. Escribo así una suerte de carta que dirigida a los amigos sacerdotes, reflexionando con ellos en voz alta, en presencia de nuestro Dios, sobre el mayor don colocado en nuestras manos y sobre las razones que hacen de la eucaristía el acontecimiento que da sentido, fuerza y belleza a cada uno de nuestros días.
Comienzo por la pregunta que me han planteado muchas veces: ¿por qué celebrar la eucaristía cada día? ¿No es suficiente el encuentro dominical en el que se reúne toda la comunidad cristiana? ¿Y por qué celebrar la Misa estando solo o ante “dos gatos”? ¿No se vacía así del sentido comunitario que tiene la celebración de la muerte y la resurrección de Jesús? Quisiera responder a estas preguntas no sólo a partir de mis convicciones teológicas (que, por otra parte, son las de la iglesia, explicitadas, en especial, desde el principio del segundo milenio), sino bajo la luz de la experiencia espiritual contenida en las palabras del Papa, citadas al comienzo, que son un testimonio luminoso y convincente. Voy pronto al grano: ¿por qué somos sacerdotes? ¿Quién nos ha impulsado a dar nuestra vida por éste ministerio del Evangelio de la reconciliación, la eucaristía y la caridad? Hay sólo una respuesta posible: Jesús. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Él, porque para ello nos ha llamado y nos ha amado, y aún sigue queriéndonos y amándonos por ello, Él que es siempre fiel en el amor. El sentido de nuestra vida, la razón verdadera de nuestra vocación, no consiste en algo, aunque fuera lo más hermoso del mundo, sino en Alguien: y ese Alguien es Él, Cristo el Señor. Somos sacerdotes porque un día Él nos alcanzó (cada cual sabe cómo: en la palabra de un testigo, en un gesto de caridad que nos ha tocado el corazón, en el silencio de un camino de escucha y oración tal vez en el dolor de una vida que de repente nos pareció desperdiciada sin Él…).
A Él que nos llamaba le dijimos que sí: y desde entonces en nosotros se encendió una llama de amor vivo, que con su gracia nunca se ha apagado. Una llama que nos hace arder por Él, nos hace desearlo, querer lo que Él quiere para nosotros. No creo estar exagerando, ni usando palabras demasiado aladas. En realidad, no hubiéramos podido ser sacerdotes, y serlo, a pesar de todo, en la fidelidad si no hubiéramos recibido de Él, si él no hubiera vivido en nosotros, si Él no hiciera siempre enamorarnos de Él. Este amor nos ha impulsado a todas las obras que hemos hecho por los demás: desde la simple y mera acogida del corazón, hasta la escucha perseverante y paciente de los demás y el esfuerzo transmitirles el sentido y la belleza de la vida vivida por Dios y su Evangelio, hasta las obras de caridad y el compromiso por la justicia, compartiendo en especial la angustia del pobre y tratando de ser la voz de quien no tiene voz. Por supuesto, siempre nos parece poco lo que hemos podido hacer: pero lo cierto es que si hemos hecho algo verdadero y bello por los demás, lo hemos hecho porque Jesús nos ha brindado la posibilidad de hacerlo, Él es quien se nos ha donado y nos ha vuelto capaces de gestos gratuitos que nosotros solo no hubiéramos podido siquiera pensar o soñar.
Este prólogo (que no es más que el testimonio humilde de nuestra vida de llamados y amados por Cristo) me ayuda a explicar la razón por la que considero justo y necesario celebrar cada día la eucaristía: no se trata de un precepto, si no de una real necesidad, no solo emotiva (es más, pues a veces la emotividad parece quedar totalmente de lado), si no profunda e ineludible. Es la necesidad de colmar mi vida cada día con su persona: es Jesús quien nos ha dicho que cada día tiene bastante con su mal (cfr. Mt 6,34), es decir, cada día es lo suficientemente largo como para sostener la lucha por conservar la fe.
Cada día el sol se levanta para nosotros y cada día nuestro corazón, sediento de amor, necesita que el sol del Amado lo alcance y vuelva a calentarlo: si Él es nuestra vida, su sentido y su belleza, no podemos dejar de encontrarlo allí, donde Él, vivo y verdadero, se ofrece por nosotros. ¿Qué diríamos de un enamorado que, pudiendo hacerlo, no sintiera la necesidad de encontrar hasta todos los días a la persona amada? Y si así es para el amor humano, que a menudo es tan frágil y voluble, ¿cómo podría ser distinto para el amor que no desilusiona ni traiciona, el amor que hace vivir en el tiempo y por la eternidad, el amor de Dios en Cristo Jesús, nuestra vida?
Es ésta la razón por la que tenemos la necesidad de encontrarlo cada día y siempre nuevamente: y, ¿dónde podríamos encontrarlo sino allí en donde Él nos ha prometido y garantizado el don de su presencia? “Éste es mi cuerpo, éste es el cáliz de la nueva y eterna alianza, derramado por vosotros y por todos para remisión de los pecados”. Sí, todos los días tenemos necesidad de Ti, Jesús: y si el domingo Te encontramos en la fiesta del día del día primero y último, el día octavo de Tu resurrección y de la nueva vida que Tú das a Tu iglesia y al mundo, la gracia que Tú nos ofreces, con generosidad infinita, de poder celebrar cada día el memorial de Tu pascua, nos llena de alegría y paz. Verdaderamente, no estamos solos en el camino de nuestro ministerio: Tú eres quien llega siempre hasta nosotros con Tu Palabra de Vida; Tú eres quien nos visita en los hermanos y hermanas que envías en nuestro camino; Tú eres el que nos pide amor en el pobre y en todo el que tiene necesidad del amor, que nos llamas a brindar; Tú eres, en la cima de todo esto y como fuente viva de este río de vida y amor, quien se hace presente en la eucaristía, para que podamos alimentarnos de Ti, vivir de Ti, amarte, hoy y para la eternidad.
Pues, ¿por qué celebrar la eucaristía cada día y hacer lo posible para que nunca falte? ¿Por qué celebrarla cuando junto conmigo, el celebrante, la viven sólo la Virgen Madre María, los ángeles y los santos y uno que otro fiel (y, a veces, sucede que ni siquiera él o ella)? Para encontrarte a Ti, Jesús, amor que a todo confieres sentido y todo lo transformas, amor que sólo Tú nos haces capaces de gracia y perdón. Celebrar cada día significa volver a pedirte siempre, en la novedad del tiempo, que todos puedan conocerte y amarte de la manera en que sólo Tú puedes capacitar a cada uno. Celebrar cada día quiere decir ser conscientes de que, así como cada día tenemos necesidad del pan para vivir, también cada día tenemos necesidad de Ti para vivir la vida que no se acaba: en este doble sentido le decimos al Padre, por nosotros y por nuestros hermanos, las palabras que Tú nos enseñaste: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Celebrar cada día es encontrarte, Señor Jesús para que nos alcances y transformes cada vez más con Tu belleza que libera y salva, para que seamos, a pesar de nosotros mismos, un reflejo pobre y enamorado de Ti, el pastor hermoso. Claro está que todo esto puede convertirse en una costumbre: por eso es necesario vigilar para que el encuentro con Cristo sea nuevo y verdadero cada día. Sin embargo, también la costumbre, si es signo de fidelidad, es algo verdadero y bello. Al encontrarte, podemos decir verdaderamente que celebramos para los demás y con ellos, aunque no estén visiblemente presentes, porque en Ti encontramos al pueblo que nos ha confiado, a Ti confiamos su amor y su dolor, aunque muchos nunca lo sepan. Éste es el misterio de intercesión al que nos has llamado, de oración por los demás y en su lugar, también por quienes no hemos conocido ni conoceremos nunca, esa oración que sólo podemos vivir verdaderamente unidos a Ti, en Ti y por Ti, porque tú eres el sacerdote de la nueva y eterna alianza, entregado por la vida, la alegría y la belleza de cada una de tus criaturas.
Sí, porque Tú señor Jesucristo, no eres sólo verdad y bondad: eres la belleza, la belleza que salva. Eres el pastor hermoso que nos guía por los prados de la vida, donde tu belleza no tiene ocaso. Celebrando cada día, esperamos volvernos también nosotros un poco más verdaderos, mejores, más hermosos, en Ti que en tu iglesia llegas hasta nosotros como el único bien, la bondad perfecta, la belleza que todo lo transfigura. No es temerario pensar que el fondo del corazón de cada presbítero, siervo de la reconciliación, testigo del evangelio, unido a Ti, Cabeza del Cuerpo eclesial, exista la misma necesidad. Es, pues, verdaderamente una gracia el que podamos encontrarnos todos cada día en el altar de la vida: cada uno de nosotros llevará a los demás, y todos a cada uno, y, al mismo tiempo, Cristo nos llevará a nosotros, llevará nuestra cruz y también la de los que nos han sido confiados, nos dará Su vida de resucitado, que ha vencido el pecado y la muerte para vencerlos en nosotros y en nuestros compañeros de camino, en el tiempo y por la eternidad. Verdaderamente –como afirma el Papa concluyendo su encíclica –“en el humilde signo del pan y el vino, transustanciados en su cuerpo y sangre, Cristo camina con nosotros, es nuestra fuerza y nuestro viático, convirtiéndonos en testigos de la esperanza para todos. Si, ante este Misterio, la razón siente sus límites, el corazón iluminado por la gracia del Espíritu Santo intuye plenamente qué actitud tomar, sumergiéndose en la adoración y en un amor sin límites. Hagamos nuestros los sentimientos de Santo Tomás de Aquino, sumo teólogo y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que también nuestra alma se abra en la esperanza a la contemplación de la meta hacia la que aspira el cuerpo, pues está sediento de gozo y paz: “Bone pastor, panis vere, Iesu, nostri miserere…”.
“Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, ten piedad de nosotros:
aliméntanos y defiéndenos, condúcenos a los bienes eternos en la tierra de los vivos.
Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra,
guía a tus hermanos al banquete del cielo
en el gozo de tus santos. Amén”” (Ecclesia de Eucharistia, No. 62).
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