domingo, 3 de julio de 2011

CONGREGATIO PRO CLERICIS

CONGREGATIO PRO CLERICIS

“Te pedimos,  Padre todopoderoso que confieras estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado, renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida”

(Pontificale Romanum.  De Ordinazione Episcopi,
Presbyterorum, editio typica altera, Typis Polyglotis
                                    Vaticanis 1990)


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Vaticano a 15 de enero de 2010
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
   La parte esencial de la oración consagratoria nos recuerda como el Sacerdocio es esencialmente un don y, propio en la óptica del “don sobrenatural”, éste posee una dignidad que todos, fieles laicos y clero, deben reconocer. Se trata de una dignidad que no proviene de los hombres, seno que es puro don de la gracia , al cual uno ha sido llamado y que nadie puede exigir como un derecho. La dignidad del presbiterado, donada por el “Padre Todopoderoso”, debe aparecer en la vida de los sacerdotes, en su santidad, en su humanidad dispuesta a acoger, en su humildad y caridad pastoral, en la luminosidad a la fidelidad al evangelio y a la doctrina de la iglesia, en la sobriedad y solemnidad de las celebraciones de los divinos misterios, en el hábito eclesiástico. En el sacerdote todo debe recordar – al mismo y al mundo- que ha sido objeto de un don sin merecerlo y que no se puede merecer, que lo convierte en presencia eficaz del Absoluto en el mundo para la salvación de los hombres.

El Espíritu de Santidad, del que renueva la implorada efusión, es la garantía para poder vivir “en santidad” la vocación de recibida y, al mismo tiempo, la condición de la misma posibilidad en “cumplir fielmente el ministerio”. La fidelidad es el encuentro espléndido entre la libertad fiel de Dios y la libertad creada y herida del hombre, que quien sin embargo, por la potencia del Espíritu, llega a ser capaz sacramentalmente de “guiar a todos hacia una íntegra conducta de vida” No hay que reducir el ministerio presbiteral a categorías moralizantes, tal exhortación indica la “plenitud” de la vida, una vida que sea realmente tal y que sea íntegramente cristiana.

   El Sacerdote, revestido del Espíritu del Padre todopoderoso, ha sido llamado a “guiar” –con la enseñanza y la celebración de los sacramentos y, sobre todo, con la propia vida- el camino de santificación del pueblo que le ha sido encomendado, bajo la certeza que es éste el único fin por el cual el mismo presbiterado existe, el Paraíso.

   El don del Padre hace que “sus hijos-Sacerdotes” sean los predilectos; una portio electa populi Dei, que ha sido llamada a “ser elegida” y a brillar con la santidad de la vida y el testimonio de la fe.

   La memoria del don recibido, siempre renovado por el Espíritu, y la protección de la Bienaventurada Virgen María, Esclava del Señor y Tabernáculo del Espíritu Santo, hagan que cada uno de los sacerdotes “cumplan fielmente” la propia misión en el mundo a la espera del premio eterno reservado a los hijos elegidos, que son también herederos.




Mauro Piacenza
Arz. Titular de Vittoriana
Secretario













El sacerdocio de Jesús en la
“Carta a los Hebreos”

Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R.
Obispo de Quiché



Clausura del Año Sacerdotal

Basílica de Nuestro Señor Jesucristo de Esquipulas


9 de junio de 2010


El sacerdocio de Jesús en la “Carta a los Hebreos”
Introducción  

   El escrito neo testamentario que ha llegado a nosotros con el nombre de “Carta a los Hebreos” se distingue por muchas peculiaridades literarias, teológicas, canónicas e histórica. Entre las peculiaridades teológicas  destaca el hecho de que es el único escrito que de manera explícita y deliberada interpreta la obra de Jesús en clave sacerdotal. En consecuencia, creó para el pensamiento cristiano una idea singular del sacerdocio, diferenciándolo del concepto judío y del que es propio de las religiones no cristianas. Nos propone una interpretación singular de la obra y de la vida de Jesús, con consecuencias para los que nos llamamos sacerdotes  de la iglesia porque, si en la iglesia va a haber sacerdotes, tendrán que ser según el estilo del sacerdocio de Jesucristo y no según cualquier otro modelo que lleve ese nombre.

    El autor del escrito no nos explica qué preocupaciones teológicas, qué inquietudes pastorales, qué circunstancias históricas lo movieron a tomar esta decisión. Pero eso no impide que comprendamos l a lógica de su argumentación y de su presentación y que a partir de esa lectura intentemos esclarecer sus propósitos. El autor escribe una exposición muy bien estructurada desde el punto de vista literario como la ha demostrado de manera definitiva Albert Vanhoye en su obra de 1963, la estructura literaria de la Carta a los Hebreos. Desde el punto de vista metodológico, el autor realiza una crítica interna al sistema sacerdotal del Antiguo Testamento, crítica que se fundamenta en algunos otros textos del mismo Antiguo Testamento y relee la exaltación de Jesús al cielo como realización plena y definitiva del rito de la expiación que realizaba el sumo sacerdote judío una vez al año en el Templo de Jerusalén.

  El autor funda su argumentación en tres axiomas, en tres verdades para él evidentes, a saber, que las relaciones de Dios con su pueblo se rigen de acuerdo con un régimen de alianzas ( y esto deriva de la experiencia religiosa del pueblo de Israel), en segundo lugar, que cada alianza tiene su  sacerdocio  y su régimen sacrificial propio, que hace operativa la alianza ( y esto es un pensamiento original deducido del hecho de que la legislación sacerdotal de Israel aparece en el Pentateuco en el contexto   de la primera alianza). El tercer axioma del autor es que para obtener el perdón de los pecados debe mediar la muerte con ofrenda de sangre. Si la lectura de esta obra causa alguna extrañeza en el lector contemporáneo, esto se debe a que estos tres axiomas nunca son explicados; son supuestos teológicos que el lector debe asumir, y esforzarse por entender desde el mundo conceptual del autor. Pero el hecho de que estos sean axiomas teológicos del autor nos orienta para comprender que el autor tiene el propósito destacar así el carácter expiatorio único y singular de la obra de Jesús y la abolición no solo del ritual litúrgico del Antiguo Testamento, sino, a fortiori, de toda otra religión y rito que exista entre los pueblos del mundo. Desde el punto de vista pastoral, el autor desarrolla su discurso con el fin de exhortar, motivar y promover la fe de los lectores en Jesucristo como único salvador y de animarlos a la vida de caridad fraterna.


Propósito del ejercicio sacerdotal de Jesucristo

   La primera  pregunta que nos debemos plantear, para entender la lógica interna del discurso, es esta: ¿Cuál es la función del culto sacerdotal según nuestro autor? ¿En el contexto de qué necesidad humana realiza Jesús su misión sacerdotal? La respuesta que nos da el autor de la carta a los Hebreos es que los hombres vivimos lanzados hacia adelante, hacia el futuro, en búsqueda del descanso, en búsqueda de   la patria, en búsqueda del lugar definitivo al que pertenecemos, que es Dios mismo. En dos ocasiones alude el autor a esta búsqueda que caracteriza al ser humano. En la segunda parte del escrito (3, 1-15, 10), el autor realiza una exhortación a la esperanza y a mirar hacia Dios como  lugar de la plena realización de los deseos humanos. La exhortación se realiza como un comentario al salmo 95: Si escuchan hoy la voz de Dios, no endurezcan sus corazones, como  sucedió en el lugar de la rebelión.  Por eso juré enojado: ¡No entraran en mi descanso!

   El autor de la carta Hace Un comentario, en el que se puede distinguir diversos momentos: en primer lugar existe un “descanso de Dios”. Ese descanso de Dios es el que inició al concluir la obra de la creación, porque en cierto pasaje se ha dicho a cerca del día séptimo: Y Dios descansó de toda su obra el día séptimo (4,4). Hay, pues, un descanso definitivo reservado al pueblo de Dios. Y el que entre en el descanso de Dios, descansará también él de sus trabajos, como Dios descansa de los suyos. Esforcémonos, por tanto, a entrar en este descanso (4,9-11). Esta es una  interpretación audaz de éste autor. Él dice que el descanso de Dios el día séptimo es parte del designio de Dios para el hombre que él ha creado; no es una descanso de Dios en si mismo, si no que ese descanso es parte de la creación pues se realiza el día séptimo; el descanso de Dios es la apertura de Dios para acoger en si mismo a la creatura que ha salido de sus manos a imagen i semejanza suya.
En segundo lugar, el Salmo 95 se refiere al camino de los israelitas por el desierto y alude a su desobediencia. Ellos pretendieron poner a prueba a Dios, dudaron de la providencia de dios que los guiaba al descanso. Fueron sordos a su voz; me pusieron a prueba  después de haber visto mis obras durante 40 años (3,9), dice el salmo tal como lo transcribe el autor de Hebreos. Por causa de esa desobediencia de esa rebeldía, Dios juró enojado ¡No entrarán en mi descanso! Este es el comentario que hace el autor: ¿quiénes fueron, en efecto, los que, después de hoy su voz, se rebelaron? ¿No fueron todos los que habían salido de Egipto guiados por Moisés? ¿Contra quiénes estuvo Dios enojado durante cuarenta años? ¿No fue contra los que pecaron, cuyos cadáveres quedaron tendidos en el desierto? Y ¿A quiénes juró  que no entrarían en su descanso si no a los rebeldes? Efectivamente, sabemos que no pudieron entrar en el descanso debido a su incredulidad (3,16-19). Por lo tanto, ya hubo en el pasado un intento fallido de parte de Dios de ofrecer a su pueblo la entrada a su descanso. El fallo, naturalmente, no estuvo de la parte de Dios, si no de la parte humana que fue rebelde a su voz, que desobedeció a Dios y por eso se inhabilitó para entrar en el descanso que Dios le ofrecía. Es decir, el pecado humano, la desobediencia a Dios, impide a los hombres entrar en el descanso de Dios.

Ahora bien, estas cosas ocurrieron en tiempos de Moisés. Muchos siglos después, dice el autor, David escribió el salmo 95. Pero en ese salmo David exhorta de nuevo a los israelitas a escuchar la voz de dios, a no endurecer el corazón, para que puedan entrar en el descanso divino, cuando vuelve a decir: Si escuchan hoy su voz, no endurezcan sus corazones como sucedió en el lugar de la rebelión (3,7-8.15). Luego David, el autor del Salmo asegura que todavía en su tiempo, muchos siglos después de Moisés, estaba aún abierta la posibilidad de entrar en el descanso de dios. Eso quiere decir que algunos sí entrarán en él. Y como los primeros en recibir la buena nueva no entraron a causa de su desobediencia, Dios señala un nuevo día, un nuevo hoy, diciendo mucho tiempo después , por medio de David, estas palabras ya citadas: Si escuchan hoy su voz, no endurezcan sus corazones. Si Josué les hubiera proporcionado el descanso definitivo, David no hablaría de un posterior descanso. Hay, pues, un descanso definitivo reservado al pueblo de Dios. de los suyos (4,6-10). Por lo tanto, la posibilidad de entrar en el descanso de Dios es una buena noticia que recibimos los hombres y mujeres de hoy. Hay la posibilidad del perdón y el acceso a Dios está disponible y con ello el sosiego de las inquietudes del corazón humano.


   A ese descanso de Dios corresponde en el hombre el deseo, la aspiración a una plenitud de vida, a una felicidad sin mengua, a un sentido firme para la propia existencia. Hay un descanso de Dios al que aspiramos llegar también nosotros para que se convierta en nuestro descanso. En la elocuente y apasionada exhortación a la fe, en la cuarta parte de la carta (11,1-12,13), el autor vuelve a traer a la memoria cómo los protagonistas del Antiguo Testamento vivieron, como nosotros, en búsqueda de una patria, de un futuro, en el que se realizaran las promesas de Dios, en el que se realizaran los anhelos  del corazón humano. Esa actitud de mirar hacia el futuro en búsqueda del verdadero lugar de pertenencia, es propia de todo ser humano, y fue característica de los hombres y mujeres protagonistas de la antigua historia de Israel. En una pausa reflexiva en medio de la descripción del modo cómo todos los personajes del Antiguo Testamento mostraron esa actitud de búsqueda, el autor comenta: Todos esos murieron sin haber conseguido la realización de las promesas, pero a la luz de la fe las vieron y saludaron de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Los que así hablan ponen de manifiesto que buscan una patria. Indudablemente, si la patria que añoraban era aquella de donde habían salido, oportunidad tenían de regresar a ella. Pero a lo que aspiraban era a una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no se avergüenza de que le llamen su Dios, porque les preparó una ciudad (11,13-16).

   Hay, pues, un drama humano, que es la búsqueda de un descanso, de una patria definitiva. No podemos acceder a ese descanso por la rebeldía, por el pecado, porque tenemos cerrado el paso por la muerte. El ministerio sacerdotal de Jesús consistirá precisamente en abrir el camino que haga posible a los creyentes en él acceder al descanso de Dios, por medio de una muerte expiatoria y de una ascensión hasta el trono de Dios en el Cielo.


La caducidad del culto israelita y de los demás cultos humanos

   La propuesta teológica del autor, de entender la obra de Cristo en clave sacerdotal tiene una intención polémica. Mostrar la caducidad e inutilidad del culto judío y, con mayor razón, de todo otro culto y religión humana para alcanzar la salvación. Por eso es conveniente mostrar el modo como el autor demuestra la caducidad e inutilidad del culto judío,  como trasfondo sobre el que se desarrolla la teología del sacerdocio de Jesús.

   Según el autor, los cultos religiosos que se realizan en la tierra son intentos fallidos de alcanzar a Dios y de llegar a su descanso. El culto, los ritos, los sacrificios, tanto los prescritos en la ley judía, como los que realiza la humanidad entera son intentos de entrar en comunión con Dios. Pero no lo han logrado. El autor fundamenta estas afirmaciones en una crítica al culto israelita, reduciéndolo a mera figura  de lo que estaba por venir, y de paso, y son mayor razón, descalifica de manera implícita todos los cultos de todas las religiones humanas como simple expresión del deseo frustrado de encontrar a Dios y de descansar en Dios.

   En la tercera parte del discurso  (5,11-10,39), que es la parte central  y sustantiva del mensaje, el autor hace una singular interpretación  del culto israelita antiguo, según la cual la misma disposición física del Tabernáculo e incluso el ritual que allí se desenvolvía, serían un signo de su caducidad. (Dicho sea entre paréntesis, cuando el autor habla del lugar del culto judío no hace referencia al Templo de Jerusalén, sino al tabernáculo, tal como está descrito en el libro del Éxodo pero ambos tenían la misma disposición física). Recordemos que los templos de la antigüedad eran residencia de la divinidad. Los templos eran algo completamente distinto de las iglesias cristianas son casa para la humanidad, para que allí realice sus oraciones y sacramentos; los templos de la antigüedad son residencia para los dioses, lugar donde la divinidad se hace presente en  la tierra. Las personas que daban culto en un templo antiguo se mantenían fuera del templo; así era también en el Tabernáculo. En este sentido los israelitas no se diferenciaban en nada de los demás pueblos, culturas y religiones del entorno. El altar de los sacrificios se encontraba fuera del recinto cubierto.

Según la descripción del Tabernáculo contenida en el libro del Éxodo y que nuestro autor conoce bien, el recinto sagrado tenía dos partes, dos ambientes, uno detrás del otro. En efecto, en primer lugar se levantaba la parte de la tienda, llamada “el lugar santo” en la que se encontraba el candelabro, la masa  y los panes de la ofrenda. Detrás del segundo  velo- es decir, el velo que daba acceso al recinto más interior- estaba la parte de la tienda llamada “el lugar santísimo”, con un altar de oro para el incienso y con el arca de la alianza totalmente cubierta de oro. Encima del arca, estaban los querubines de la gloria que cubrían con su sombra la cubierta de oro llamada propiciatorio.  Dispuestas así las cosas, en la primera parte de la tienda entran en todo tiempo los sacerdotes para celebrar el culto, pero en la segunda parte no entra más que el sumo sacerdote, una vez al año, llevando siempre sangre por sus pecados y pecados involuntarios del pueblo (9, 2-7). Esta segunda parte, este segundo recinto con acceso restringido y donde estaba el arca era en la concepción israelita, la morada de Dios en la tierra. Además el sumo sacerdote no podía entrar allí sin más, sino provisto de sangre por sus pecados y por los del pueblo, y evitar así la muerte por ingresar en el lugar sacratísimo sin protección ritual.

   El autor ve en esta disposición del Tabernáculo en dos sectores, uno al que podían acceder los sacerdotes todos los días y otro al que podía acceder el sumo sacerdote una vez al año, el Día de la Expiación, un signo de que en este tiempo histórico no es posible llegar verdaderamente hasta Dios, Ni todos podían entrar en el lugar santísimo, sino solo el sumo sacerdote, ni en realidad era esa la verdadera morada de Dios, sino su morada en la tierra, pero no su propia morada, que está en el cielo. El Espíritu Santo daba a entender  así que el camino del santuario no había sido aún manifestado mientras subsistiera l antigua tienda; ésta, en efecto, era una imagen de lo que sucede ahora por cuanto en ella se ofrecen dones y sacrificios que tampoco pueden hacer perfecto interiormente al que los ofrece, ya que esos alimentos, bebidas y purificaciones diversas, no son más que prescripciones humanas válidas solo hasta el momento señalado para instaurar el nuevo orden de cosas (9,8-10). Es decir, todo ese ritual y la misma disposición del santuario en realidad eran un signo de que el acceso a Dios estaba vedado, el descanso en Dios era todavía inalcanzable. Causa admiración que los hebreos diga que esos ritos que se realizaban en el Tabernáculo no eran más  que prescripciones humanas válidas sólo por un tiempo, pues él bien sabía que todo eso estaba prescrito en los libros sagrados como instrucciones de Dios a Moisés.

   Ciertamente en los libros del Antiguo Testamento pasajes que indican que había conciencia de que el Dios de Israel en realidad no “habitaba” en el Templo de Jerusalén. La oración que Salomón pronuncia el día de la dedicación del Templo que procede de círculos deuteronomistas, y por lo tanto es muy posterior al mismo Salomón, distingue claramente entre la oración hecha en el templo y la respuesta de Dios que viene desde el cielo. Si el universo en toda su inmensidad no te puede contener,  ¡Cuánto menos este Templo construido por mi! No obstante, atiende, Señor, Dios mío, la oración y la súplica que tu siervo te dirige hoy. Escucha la súplica que tu siervo y tu pueblo Israel te hagan en este lugar, escúchalas desde el cielo, lugar de tu morada,  atiéndelas y perdona (1Re 8, 27-28.30). Pero incluso este pensamiento manifiesta la idea de que algún tipo de  audiencia de parte de Dios y por lo tanto de acceso a él, se podía encontrar en el Templo. Los escritos de matriz sacerdotal reflejan la conciencia de que en el santo de los santos se encontraba Dios vivo y presente. Esto le dice Dios a Moisés acerca de como debe entrar el sumo sacerdote a este recinto, esa única vez al año, el Día de la Expiación: Di a tu hermano Aarón que no debe entrar en cualquier fecha al otro lado del velo, donde se encuentra la cubierta de oro que está sobre el arca, no sea que muera, pues yo me aparezco en la nube sobre la cubierta de oro (Lv 16,2). El autor de Hebreos se distancia de este pensamiento y reduce todo el andamiaje cultural a símbolo de la imposibilidad de acceder a Dios en el antiguo régimen, y por lo tanto de la imposibilidad de alcanzar el descanso divino, anhelo del corazón humano.

   Además,  hay otras razones por las cuales el culto israelita antiguo era inadecuado para alcanzar a Dios. Los sacerdotes que los ofrecían fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar (7,23). El régimen cultural antiguo era una pura sombra de la realidad. La ley no es más que una sombra de los bienes futuras, y no la realidad misma de las cosas. Por eso, no puede hacer perfectos a través de estos mismos sacrificios a quienes cada año se acercan a ofrecerlos, argumenta nuestro autor, porque es imposible que la sangre de otros  y de los chivos quite los pecados  (10,1.4). Por supuesto, el autor ha llegado a comprender esta caducidad e insuficiencia del régimen cultural antiguo a la luz y el conocimiento de la obra de Jesucristo.


La misión sacerdotal de Cristo
   Todo esto ha cambiado con Cristo. Él ha abierto el camino hasta Dios ejerciendo el culto no en un templo terrenal, sino en el mismo cielo, el lugar donde de verdad habita Dios y es por lo tanto el verdadero templo. La afirmación central de la carta, desde el punto de vista argumentativo, lógico, literario y hasta físico1 es esta: Cristo, en cambio, ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Por medio de una tienda más grande y más perfecta, no hecha por los hombres- es decir, no de este mundo-, mediante su propia sangre y no por medio de la sangre de chivos y toros, Cristo entró de una vez para siempre en el santuario habiendo conseguido una redención eterna (8,11-12). Calificar a Cristo como sumo sacerdote de los bienes definitivos es una afirmación que necesita ser demostrada, pues como dice el mismo autor, Jesús pertenecía a una tribu que jamás estuvo al servicio del altar, pues, como se sabe nuestro Señor  salió de la tribu de Judá, de la que Moisés no dijo nada a propósito del sacerdocio (7,13-14). Y a eso  dedica el autor una gran creatividad teológica y un gran esfuerzo exegético.
Alianza y sacerdocio
Las relaciones entre Dios y los hombres se rigen por medio de alianzas, y las alianzas se reconocen por el régimen sacerdotal que las hacen operativas. Este es un axioma básico del pensamiento del autor de Hebreos, que el autor nunca se preocupa por demostrar. El pueblo judío se rigió por la alianza establecida por medio de Moisés y esta alianza se hacía operativa por medio del sacerdocio de Aarón, cuyo ordenamiento en el  Pentateuco es parte de la legislación del Sinaí. La primera alianza se estableció por medio de sangre de animales, según consta en Éxodo 24, porque las alianzas se establecen en sangre. Para explicar porque esto es así, el autor se vale de una peculiaridad del griego bíblico. En la Septuaginta, el concepto “alianza” se expresa con la palabra --------- que también significa “testamento” nosotros hemos heredado esa peculiaridad lingüística en un solo caso particular a través de la traducción latina de la Biblia. Cuando nombramos a los libros de la nueva y la antigua alianza, los llamamos Antiguo y Nuevo Testamento, pues esos libros contienen las disposiciones de la antigua y de la nueva alianza; pero la palabra testamento también tiene en español otro significado. Designa el documento en el que una persona  deja disposiciones para cuando muera. Ahora bien, para que en un testamento tenga efecto, es necesario que se produzca la muerte de quien lo hizo, ya que el testamento sólo entra en vigor en caso de muerte, pero permanece inválido mientras vive quien lo hizo (9, 16-17).  
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Hay 152 versículos antes de esta afirmación y 147 detrás de la misma.

   Por eso concluye nuestro autor, sin darle mucha importancia a la fragilidad de su argumento, también las “alianzas/testamento” se deben establecer a través de la muerte, que el autor entiende siempre como muerte con derramamiento de sangre. Así ocurrió para la primera alianza. Moisés, en efecto, después de proclamar todos los mandamientos de la ley ante el pueblo, tomó la sangre de los toros y de los chivos, la mezcló con agua y, valiéndose de un poco de lana roja y de una rama de hisopo, roció no solo en el libro de la ley sino también a todo el pueblo, al tiempo que decía: “Esta es la sangre de la Alianza que Dios hace con ustedes” del mismo modo roció con la sangre la tienda de la presencia y todos los utensilios del culto. Y es que, según la ley, casi todo debe ser purificado por la sangre, ya que sin derramamiento de sangre no hay perdón (9,19-22).
   Esta última afirmación es también un axioma teológico que deriva de la experiencia cultural judía. Sin derramamiento de sangre no hay perdón, no por exigencia de Dios que otorga el perdón gratuitamente, sino por exigencia del pecador que solo puede recibir perdón si asume personalmente o traslada de manera vicaria la responsabilidad por sus pecados a otro ser vivo o a otra persona. El pecador es reo de muerte y si no muere él otro debe morir por él. El régimen sacrificial judío se basaba en el traspaso vicario a un animal de la responsabilidad del pecador. Por supuesto el autor comentará que es imposible que la sangre de los toros y de los chivos quite los pecados (10,4), porque no es posible  que un animal se haga responsable de una acción libre de una persona humana. Sólo otro ser humano puede asumir la responsabilidad de un modo vicario, y eso es lo que ha hecho Jesús. El pecado merece la muerte. Para que la obediencia de Cristo fuera eficaz para obtener el perdón debía realizarse a través del sufrimiento hasta el derramamiento de sangre y muerte. Por eso, en la muerte del autor de esta carta la encarnación del Hijo de Dios tiene el propósito de hacerlo mortal, para ofrecer su vida por los pecados de la humanidad. De hecho, Jesús murió derramando su sangre y a eso le llevó históricamente el cumplimiento de su misión. 
  
A la primera alianza iba asociado el sacerdocio de Aarón, cuyo rito principal, según nuestro autor, era el que realizaba el sumo sacerdote el día de la Expiación, cuando entraba hasta el lugar santísimo, el segundo recinto del templo, el más interior de todos, con la sangre de un chivo, para realizar la expiación. Pero la misma escritura da testimonio de que todas estas realidades eran pasajeras y transitorias, figuras de las realidades definitivas. En efecto, el mismo Antiguo Testamento, por medio del profeta Jeremías, promete que Dios establecerá una alianza nueva. Y el salmo 110, dice del Mesías, que es sacerdote para siempre al estilo de Melquisedec, no de Aarón. Por lo tanto, ya el Antiguo Testamento contenía la promesa de una alianza nueva y de un sacerdocio nuevo, porque el cambio de sacerdocio lleva consigo necesariamente el cambio de la ley (7,12). Al decir alianza nueva, Dios ha declarado vieja la primera; ahora bien, lo que se vuelve viejo y antivuado está a punto de desaparecer (8,13).
   La alianza nueva
   El libro de Jeremías da testimonio de que la primera alianza, que se realizó en tiempo de Moisés sería sustituida por otra nueva. Si la primera alianza hubiera sido perfecta, no habría sido necesario buscar una segunda. El autor cita en extenso el oráculo de Jr 31,31-34, de los que el autor destaca la frases: yo haré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza nueva. Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón. Y esta otra: Pues yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados (cf. 8,8-12; 10,16.17). Esas tres frases son el respaldo bíblico que el autor tiene para afirmar que el régimen sacerdotal antiguo era transitorio, pues la alianza que le servía de fundamento era también temporal, ya que Dios a través del profeta había prometido una nueva.  La nueva alianza tendrá que ver con la desobediencia, pues la ley de Dios estará escrita en el corazón de quien la ejecute. Esa alianza tendrá como resultado el perdón de Dios de todos los pecados para siempre. Por esto, Cristo es mediado de la nueva alianza, pues él ha borrado con su muerte las transgresiones de la antigua alianza (9,15). Jesús ha recibido un ministerio tanto más elevado cuanto que es mediador de una alianza superior y fundada en promesas mejores (8,6). Es decir, la alianza nueva establecida por Jesucristo consiste en asumir sobre sí la responsabilidad del pecado humano y establecer un régimen de perdón, que hace posible que quien participe en ella, obtenga el perdón de sus pecados. Solamente el perdón de sus pecados de acceso a Dios, esta es la condición para llegar hasta Dios. Por eso Jesucristo, para abrir el camino hasta Dios, debe obtener para nosotros el perdón de los pecados. Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez, aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que lo esperan (9,28).
   Ahora bien, una cosa es que Jeremías anuncie una alianza nueva y otra es que esa alianza nueva se haya establecido con la muerte de Jesucristo. El autor hace esta última afirmación sin hacer ninguna referencia a una palabra de Jesús que le dé fundamento. Nosotros que leemos la carta a los Hebreos en el contexto del Nuevo Testamento y de la práctica sacramental cristiana recordamos de inmediato que Jesús declaró en la última cena este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre (1 Cor 11,25). Pero esta referencia no la realiza nunca explícitamente nuestro autor. Esta es una debilidad en la argumentación de la carta, pero nos indica que el autor debía conocer esta declaración de Jesús acerca de su sangre derramada en la cruz
   El nuevo sacerdocio
   También en cuanto al sacerdocio, la Escritura se refiere a un sacerdocio nuevo, que no tienen que ver nada con el sacerdocio de Aarón. En dos lugares del Antiguo  Testamento se menciona al sacerdote Melquisedec. En primer lugar, en Génesis 14, 18-20. Este pasaje cuenta cuando Abraham volvió victorioso después de derrotar a varios reyezuelos que se habían llevado prisionero a su sobrino Lot, tuvo un encuentro con Melquisedec, a quien el libro del Génesis presenta como rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo (Gn 14,18). Salem, por supuesto, por supuesto es nombre poético de Jerusalén. La segunda vez que este personaje aparece en la biblia es en el salmo 110, un salmo mesiánico, en el que, entre las alabanzas y elogios que se le tributan al mesías, el salmista le asegura que el Señor lo ha jurado y no se retractará: “Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec” (Sal 110,4)2. Este salmo 110 fue uno de los textos bíblicos que la comunidad cristiana utilizó muy temprano para dar respaldo bíblico a la afirmación de fe de la exaltación de Cristo al cielo, después de su muerte en la cruz. Para este propósito le servía el versículo 1: Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha”.  Este texto aparece citado textualmente cinco veces en el Nuevo Testamento, y catorce veces se dice que Cristo resucitado está sentado a la diestra  de Dios. Nuestro autor se fijó en el v. 4 del salmo, que también le atribuía el sacerdocio, según el régimen de Melquisedec. Si lo dice el verso 1 es válido para Jesús lo es lo que dice el verso 4.
Además este sacerdocio se establece con un juramento de parte de Dios y se dice expresamente que es para siempre. Encima de todo, según la mente del autor, el sacerdocio de Aarón se estableció en tiempos de Moisés, pero el salmo 110 sería del tiempo de David, es decir, posterior, con lo que el juramento de Dios anunciaría la caducidad del sacerdocio levítico. Pues mientras los descendientes de Leví llegaron a ser sacerdotes sin mediar ningún juramento, en el caso de Jesús ha mediado el Juramento. Por eso es Jesús quien garantiza una alianza superior. Por otra parte, mientras que los otros sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar, este en cambio como permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasará. Con esto queda abolido el sistema anterior, a causa de su impotencia y debilidad, porque la ley no ha llevado nada a la perfección; únicamente es la puerta de una esperanza mejor, por la que nos   acercamos a   Dios (7,20-21.22-24. 18-19). Todo esto   le dio pie a nuestro autor para

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 2  Ambos pasajes, el de Génesis y el salmo  110 recogen tradiciones jerosolimitanas, que tras la conquista de Jerusalén por David asumió el rey davídico, como heredero de las tradiciones cananeas de la ciudad.
indagar en la cualidad sacerdotal de Jesucristo, sentado a la derecha de Dios.
   El texto de Génesis le ofrecía posibilidades insospechadas para descubrir en qué podría consistir ese sacerdocio. En primer lugar es un hecho literario, que contrario a la costumbre bíblica de presentar a los personajes importantes indicando su genealogía, Melquisedec, cuyo nombre significa en primer lugar rey de justicia y luego rey de Salén, es decir rey de paz, se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida (7, 2-3). Este dato bíblico le hace pensar a nuestro autor que Melquisedec es un personaje que  encarna o representa a alguien que tiene vida eterna.
   En segundo lugar, Abraham le dio a Melquisedec  el diezmo del botín que había capturado en su aventura guerra y recibió de él la bendición. Ahora bien, no hay duda alguna de que es el superior quien bendice al inferior (7,7), y ¿quién podría ser mayor que el padre Abraham, sino es el hijo de Dios? Otro signo de la superioridad de Melquisedec sobre Abraham es que el patriarca le pagó el diezmo. Por lo tanto, los descendientes de Abraham, que estaban contenidos como en semilla en el cuerpo de Abraham, entre ellos el padre de todos los sacerdotes, Leví, pagó el diezmo a Melquisedec. El sacerdocio levítico, que ahora recibe el diezmo del pueblo, se mostraba así inferior al sacerdote Melquisedec, pues en Abraham le pagó el diezmo a Melquisedec.
   Uniendo ambos textos, el de Génesis y el Salmo 110, nuestro autor llega a la conclusión de que Dios había prometido por medio de David que el Mesías sería sacerdote y que este sacerdote, Jesucristo, tiene un sacerdocio eterno, alcanzado en la resurrección. Tal es, en efecto, el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos. Y es que la ley constituye sumos sacerdotes a hombres frágiles, pero la palabra del juramento, que es posterior a la ley, constituye sumo sacerdote al Hijo, a quien Dios hizo perfecto para siempre (7,26.28). Pero conviene todavía matizar un poco más. La inmortalidad no le vino a Jesucristo por su encarnación. De hecho, la encarnación hizo mortal al Hijo de Dios. Pero la resurrección hizo inmortal al Hijo de Dios hecho hombre. Ese es el momento en que Jesucristo se convierte en sacerdote, cuando Dios lo resucita de entre los muertos y lo exalta a los cielos. Sin embargo, la cualidad de ser único sacerdote que de verdad merece el nombre le viene a Cristo porque en su resurrección, su humanidad adquirió la inmortalidad propia del      Hijo, que   siendo el    resplandor de la gloria del Padre e imagen perfecta de   su ser,
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    3El autor juega con las etimologías. En efecto, en hebreo, Melquisedec significa “rey de justicia” y el nombre de la ciudad donde el personaje es rey y sacerdote, Salem, tiene las tres consonantes de salom, es decir, “paz”.
 sostiene todas las cosas con su palabra poderosa y que, una vez realizada la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de Dios en las alturas (1,3). Por eso en 5,5-10 el autor cita dos textos juntamente. El salmo 2,7: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy, un texto que en el Nuevo Testamento se refiere siempre al día de la resurrección; y el Salmo 110,4:  Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec, como para indicar el momento en que Jesús alcanza el sacerdocio.
   Es en este contexto en que el autor evoca el sufrimiento de Jesús que lo conduce a alcanzar el sacerdocio: el mismo cristo, que en los días de su vida mortal  presentó oraciones y súplica con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente. Esta frase nos deja muchas veces perplejos, pues la entendemos a la luz de la escena de la oración en el huerto, en la que Cristo pide, si es posible, verse libre de padecer la muerte. Por eso no entendemos de qué manera pudo ser escuchado, pues murió. Según el autor de Hebreos, Cristo, que sabía que tenía que morir y derramar su sangre, pide entre gritos y lágrimas que Dios no lo deje atrapado en la muerte, en la que debe incurrir como parte de su misión de ser víctima por los pecados. Cristo  fue escuchado, pues por la resurrección fue constituido sacerdote eterno. Como hemos dicho, en la mente del autor, el perdón de los pecados exige la muerte que merece el pecado; por eso la obediencia de Cristo debía realizarse a través del sufrimiento que lleva a la muerte. Precisamente porque era Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. Llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, y ha sido proclamado por Dios sumo sacerdote a la manera de Melquisedec (5,7-10).

   La perfección
   Una de las palabras teológicas importantes de este escrito es el verbo “perfeccionar” y otras palabras derivadas de el. El verbo ------------- aparece 9 veces, y adjetivos y sustantivos formados de esa raíz, 5 veces. En el pasaje que acabamos de ver el logro de la perfección de parte de Cristo lo hace cauda de salvación eterna para todos los que obedecen. ¿Cuál es el sentido de esa palabra en el entramado teológico del autor? En el griego de la Septuaginta, el verbo ---------- traduce la palabra técnica para la “ordenación sacerdotal”, que en hebreo se indica con la frase “llenar las manos”. Por lo tanto cuando el autor dice llegando a la perfección, debemos entender, habiendo adquirido la condición sacerdotal, Jesucristo se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Pero en la mente del autor, esa perfección consiste en llegar a la presencia de Dios en el mismo cielo.

   Por otra parte, la perfección es también una aspiración del fiel que ofrece sacrificios. Todos deseamos alcanzar a Dios y estar en su presencia. A eso tendían los sacrificios antiguos, que eran incapaces de otorgarla. La ley no puede hacer perfectos a través de estos mismos sacrificios a quienes cada año se acercan a ofrecerlos (10, 1;9,9). A esta perfección Cristo llegó por medio del sufrimiento, porque era conveniente que Dios, origen y meta de todas las cosas, queriendo conducir a la gloria a muchos hijos, perfeccionara mediante padecimientos a quien iba a guiarlos a la salvación (2,10). ¿Por qué era conveniente que Cristo sufriera como medio para alcanzar la perfección? El autor no lo explica. Pero parece ser que de este modo Cristo se asemejaba y pasaba por sufrimientos semejantes a los que debemos soportar el resto de los humanos. Con la ofrenda de su vida en obediencia Cristo ha hecho perfectos de una vez para siempre a quienes han sido consagrados a Dios 12,23). Esta “Perfección” no se puede entender simplemente como una cualidad moral, sino como una meta existencial, que no es otra que la vida en la presencia de Dios. Cristo alcanzó la perfección por haber entrado hasta la presencia de Dios, por su exaltación al cielo, con lo que quedó constituido sacerdote y abrió para todos el camino del acceso de Dios.
   Cristo, sacerdote misericordioso
   Una cualidad esencial del sacerdote es la solidaridad con aquellos a favor de los cuales debe interceder. El autor subraya en diversos lugares la necesaria semejanza entre el sacerdote y aquellos a favor de quienes intercede. Por eso tenía que ser hecho en todo semejante a sus hermanos para llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y digno de confianza en las cosas de Dios, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo (2,17). Algunos autores señalan que sólo en el caso de Jesús se predica la misericordia como una cualidad sacerdotal4; por lo tanto esta es una cualidad que el autor de Hebreos introduce en el concepto de sacerdote, obligado por el hecho de que ésta fue una cualidad de la persona de Jesucristo. Todo sumo sacerdote, en efecto es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios a favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Está en grado de ser compresivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas (5, 1-2). Pero la posibilidad de ser nuestro sacerdote le viene de su semejanza con nosotros. Porque santificador y santificados, todos   proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos
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   4 Myles M. Bourke, The Epistle to the Hebrews, en The New Jerome Biblical  Commentary (1989), 60:18. Este es el único comentario a Hebreos que he podido consultar dentro de las limitaciones bibliográficas y de disponibilidad de tiempo en que he redactado esta conferencia.
hermanos. Y puesto que los hijos tenían en común la carne y la sangre, también Jesús las compartió, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, al diablo, y librar a aquellos a quienes el temor a  la muerte tenía esclavizados de por vida (2,11. 14-15). El sufrimiento y dolor que acompañó la obediencia de Cristo es consecuencia de haber compartido nuestra condición humana; pero desde esa condición humana, que lo pone en condiciones de sufrir como el resto de los humanos, Cristo establece desde su perspectiva de Hijo una solidaridad con la humanidad que le permite ser su sacerdote. Desde la perspectiva de la humanidad la solidaridad con Cristo se establecerá por medio de la fe. De esto hablaremos más adelante.

   Ejercicio sacerdotal de Jesucristo
   Nuestro autor tienen ante se un gran reto teológico. Por una parte debe presentar a Jesucristo en ejercicio de su sacerdocio. Por otra parte, no puede inventar arbitrariamente y debe atenerse también a la profesión de fe de la iglesia que proclama que Cristo murió, resucitó y fue exaltado al cielo. Hay condicionamientos históricos que debe tomas en cuenta. Nuestro Señor salió de la tribu de Judá, de la que Moisés no dijo nada a propósito del sacerdocio ( 7,14). Si Jesús continuara sobre la tierra, no sería ni siquiera sacerdote, porque ya existen sacerdotes que ofrecen los dones según la ley (8,4). Sin embargo, el ritual sacerdotal, sobre todo el ritual del Día de la Expiación, no es algo completamente ajeno al sacerdocio sacerdotal de Jesús; es una sombra, un anticipo del mismo. Estos sacerdotes celebran un culto que es sólo una imagen, una sombra de las realidades celestes  (8,5).
    El ejercicio sacerdotal de Jesús es de tal naturaleza que lo hace a la vez sacerdote y víctima. Nuevamente  un texto del Antiguo Testamento le da pie a nuestro autor para esta propuesta. La crítica profética al culto del templo de Jerusalén es abundante y frecuente en la Biblia (Cf. Is 1, 10-20; Am 5,21-27; Sal 50, 7-15; Os 6,6). Dios no se complace en los sacrificios y holocaustos, sino en la obediencia a su voluntad. De entre todos los textos posibles, el autor elige el salmo 40, 7-11, del que cita en 10,5-7, los versículos centrales: no has querido sacrificio ni ofrenda, pero me has formado un cuerpo; no has aceptado holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces yo dije: Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Así está escrito de mí en un capítulo del libro. En este pasaje nuestro autor ve lo más medular del ejercicio sacerdotal de Cristo. Consiste en ofrecer a Dios lo que verdaderamente le agrada: el obsequio de la voluntad, la obediencia hasta el extremo de la muerte: Por haber cumplido la voluntad de Dios y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios (10,10). Por este motivo en 2,17, junto al calificativo de misericordioso, Jesús recibe el calificativo de digno de confianza en las cosas de Dios, porque por su obediencia estuvo del todo sometido y consagrado a Dios.
   La voluntad de Dios, el designio de Dios que Jesucristo tenía que cumplir, era precisamente asumir sobre sí el pecado de la humanidad, y con su ascensión al cielo, abrir para el resto de los humanos el acceso a Dios. Pero esa obediencia no fue de ninguna manera fácil, el mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y precisamente porque era Hijo, aprendió sufriendo a obedecer (5, 7-8). El corazón del sacrificio de Cristo no es la sangre simplemente derramada o asperjada; tampoco es el sufrimiento y el dolor como tal por sí solos. La médula del sacrificio sacerdotal de Cristo es la obediencia a Dios llevada a cabo incluso a precio del dolor y del derramamiento de sangre. En su resurrección y ascensión, Cristo llegó hasta la presencia de Dios con su sangre, y al compartir con nosotros la humanidad, nos llevó a hasta Dios.
   Esto es lo más importante de lo que estamos diciendo:  que tenemos un sumo sacerdote que se sentó en los cielos a la derecha del trono de Dios, como ministro del santuario y de la verdadero tienda de la presencia levantada por el Señor, y no por un hombre (8, 1-2). Así como el sumo sacerdote aarónida entraba en el santo de los santos con sangre de un chivo para expiar por los pecados propios y los del pueblo delante del propiciatorio, así Jesús entro en la verdadera presencia de Dios llevando su propia sangre, signo de su obediencia hasta el extremo, con lo que se convirtió en el sacerdote que ha establecido la alianza del perdón y así ha abierto para todos el camino hasta Dios. Cristo no entró en un santuario construido por los hombres –que no pasa de ser simple imagen del verdadero-, sino en el mismo cielo, a fin de presentarse ahora ante Dios para interceder por nosotros. Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que esperan  (9,24.28). La creatividad teológica de nuestro autor ha constituido en leer el misterio pascual de Cristo, su muerte por los pecados de la humanidad (atestiguada en la más antiguas proclamaciones de fe, Cf. 1 Cor 15,33) y la exaltación al cielo en clave del rito de la expiación, y de este modo declarar la abolición del culto judío y de todo otro sacrificio y culto humano.
La profesión de fe
   Cristo, con su obediencia hasta la muerte ha establecido la alianza nueva, en la que se otorga el perdón. Al entrar al cielo, a abierto para los que somos sus hermanos el camino para llegar a Dios, aspiración suprema del corazón humano; nos ha dado la perfección. Pero no basta la común naturaleza entre Cristo y los hombres para que realice la salvación. Esa es la solidaridad del Hijo hacia nosotros. Debe haber una solidaridad de nosotros hacia él; esa es la adhesión a él por medio de la fe. En dos ocasiones el autor exhorta a los lectores a mantenerse firmes en la ------------------  en la profesión de fe ( 4,14;10, 23). De allí la intensa exhortación del capítulo 11 a que los cristianos se unan a Cristo en una fe que mira hacia el futuro y es confianza de alcanzar lo que Dios ha prometido.
      El autor comienza por definir  la fe como el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve (11,1). Es una singular definición de la fe que la emparenta con la esperanza (cf. 10,23) como una actitud de búsqueda hacia el futuro todavía invisible, imperceptible porque no se ha realizado plenamente y que existe sólo como promesa. El autor realiza entonces el conocido repaso de los diversos personajes de la antigüedad bíblica para destacar cómo ellos por medio de la fe vivieron en la búsqueda de una realidad futura.
   De allí las  múltiples exhortaciones, a lo largo de la carta, para que los lectores mantengan la fe, se adhieran a Jesús y alcancen así la salvación. Liberémonos de todo impedimento del pecado que continuamente nos asalta y corramos con perseverancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por la alegría que la esperaba, soportó sin acordarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Fíjense, pues en aquel que soportó en su persona tan contradicción de parte de los pecadores, a fin de que no se dejen vencer por el desaliento (12, 1-3, cf. 3,19; 4,2; 6,12). Jesús recibe por eso el singular título de apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos(3,1), indicando así que es el enviado de Dios para suscitar la fe y es el que con su acción sacerdotal hace posible la fe que profesamos. Pero, ¿basta la fe para permanecer unidos a Jesús?
Silencios de la Carta a  los Hebreos
   Quien lee la Carta a los Hebreos desde el contexto teológico  y eclesial actual se queda perplejo ante ciertos silencios del documento sobre temas, que a nosotros nos parecen relacionados de manera obvia con el tema principal de la carta. En primer lugar, según nuestra concepción, la fe sola no basta para unirnos a Jesús; hace falta también la mediación    sacramental.5  Un   par de   veces, el autor     hace   alusiones a la instrucción

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   5Cfr. Mc. 16,16: El que crea y se bautice se salvará; Mt 28,19: vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos; Hch. 2-38: Conviértanse y hágase bautizar cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo, para que queden personados sus pecados; Jn 6,53: yo   les aseguro   que se comen la carne del Hijo del Hombre y          bautismal (6,2) y al cuerpo lavado con agua pura (10,22), pero no parece darle la  importancia que el bautismo tiene como inicio necesario de la vida cristiana. En segundo lugar, en ninguna parte habla el autor claramente de la eucaristía, bajo ningún aspecto, ni siquiera como la realización actual del sacrificio de Cristo sacerdote o como lugar donde se esclarece que la sangre de Cristo derramada en la Cruz establece una nueva alianza6. En tercer lugar, en ninguna parte alude el autor al carácter sacerdotal de los ministros de la    iglesia ni alude ni piensa que el sacerdocio de Cristo pueda ser compartido y actualizado por algún otro ser humano en la iglesia. 7 Es decir, el autor no habla ni parece aludir a ninguno de los sacramentos en los que, según nuestra teología, se actualiza hoy el sacrificio de Cristo y su sacerdocio. Estos silencios no significan que estos desarrollos sean teológicamente imposibles o inválidos, sino que el autor no pensó en ellos. Estos silencios demuestran una vez más que ningún libro de la Sagrada Escritura tomado por su cuenta y aislado de los demás expresa la totalidad de la fe de la iglesia.
     Hay un pasaje, al final de la carta que pudiera inducir a pensar que alude a la eucaristía. Nosotros tenemos un altar del que no tienen derecho a participar los que están al servicio de la antigua tienda de la presencia (13,10). En la carta sólo se usa la palabra “altar” en otra ocasión (7,13), cuando dice que Jesús procede de una tribu de la cual nadie nunca sirvió al altar. Puesto que el altar es el lugar donde se inmola la víctima, en el caso de Cristo el altar seria la cruz. Pero nunca se habla de la cruz en estos términos. Es más, aunque Cristo muere aquí en la tierra, el culto que realiza tienen lugar en el cielo por lo que el autor estaría fuera del lugar pensar en la cruz como altar. Entonces ¿Cuál él es ese altar del que no pueden participar los sacerdotes judíos? Pienso que el autor utiliza la palabra en sentido metafórico para referirse al sacrificio de Cristo, en que se participa por la fe. El sentido principal del verso es que mientras una persona permanezca fiel a los ritos del culto judío no tiene capacidad para entrar en la dinámica establecida por Cristo. No se puede estar en lo antiguo y en lo nuevo a la vez. De allí la invitación a salir fuera de la ciudad. Es decir, a dejar todos los ritos de este mundo para seguir sólo a Jesús. Salgamos, pues, a su encuentro fuera del campamento y carguemos también nosotros con su humillación (13,13).
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 no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes; Lc 22,19: hagan esto en memoria mía.

    6 Sin embargo, la enseñanza de que la eucaristía es actualización del sacrificio de Cristo se encuentra en 1 Cr. 11,26; en las mismas palabras que Jesús pronunció sobre el pan y el vino y la orden es repetir el rito (cf. Mt 26,27-29).
   7En realidad ningún texto del Nuevo Testamento utiliza el término “sacerdote” para referirse a los ministros de la comunidad cristiana, posiblemente porque ese ministerio no se desempeña en un templo físico y realizaban actividades muy diversas de las que hacían los sacerdotes judíos o paganos. Sin embargo, el término se utiliza en relación con el nuevo pueblo de Dios, del que tiene carácter sacerdotal (1Pe 2,5; Ap 1,6; 5,10; 20,6), con el sentido de ser un pueblo consagrado a Dios, santificado por Dios. En realidad la gran contribución teológica de la carta a los Hebreos es haber tenido la audacia de aplicar el concepto “sacerdote” s Jesucristo e interpretar su obra desde categorías sacerdotales.
    Este silencio en torno a la eucaristía no puede provenir de una ignorancia de parte del autor de la existencia de la eucaristía, pues el relato de la última cena estuvo muy pronto ensamblado con el relato de la pasión y es impensable una comunidad cristiana sin eucaristía. Como hemos indicado, el autor jamás da una fundamentación en una palabra u obra de Cristo para mostrar que la nueva alianza prometida por Jeremías se realizó en la sangre de Jesús derramada en la cruz. Pero las palabras de Cristo sobre el vino en la última cena son el único testimonio que nosotros tenemos hoy día de una palabra de Jesús  que realice esa relación. Nuestro autor debió conocerlas, aunque jamás las cita. Menos todavía habría que pensar que el autor admita como válido sólo el culto espiritual de la fe y la oración y rechace toda forma de culto corporal, pues en 6,2 menciona entre los rudimentos de la fe cristiana la instrucción bautismal y la imposición de manos, que son ritos corporales. Prefiero pensar que el autor agotó su creatividad teológica al repensar la obra de Jesús en clave sacerdotal 8 y quedó completamente fuera de su perspectiva la elaboración del carácter sacerdotal del ministerio eclesiástico y del carácter sacrificial de la cena del Señor. La comprensión del ministerio eclesial en clave sacerdotal es un desarrollo teológico posterior al Nuevo Testamento y tiene su fundamento en la concepción bíblica de que los ministros de la iglesia actúan en nombre de Cristo, lo representan  en la comunidad y se identifican con él (cf. Jn 20,21; 17,18; Mt 10,40; 2Cor 5,20; 1 Pe 5,1); son sus siervos o ministros (Flp 1,1; 1Tm 4,6). Por lo tanto es legítimo aplicar a la espiritualidad del ministerio eclesial algunas características del sacerdocio de Jesucristo.

El sacerdocio ministerial a la luz del sacerdocio de Jesucristo
   La comprensión teológica del sacerdocio ministerial, la espiritualidad sacerdotal y el ejercicio del ministerio sacerdotal han recibido no pocos influjos de la Carta a los Hebreos
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   8 La inspiración divina que asiste al autor sagrado sostiene y diviniza sus cualidades humanas, como la creatividad literaria o teológica, que en este caso consistió en pensar en la obra de Cristo en clave sacerdotal. Dice la constitución Dei Verbum, 11: “En la composición de los libros sagrados Dios escogió a hombres, de los que se valió dentro del uso de sus fuerzas y facultades, de suerte que, obrando él en ellos y por ellos, consignaran por escrito, como verdaderos autores, todo aquello y sólo aquello que él quisiera” (subrayado mío). Por lo tanto, pretender que la Escritura contenga de manera explícita todos los desarrollos teológicos posteriores es ignorar el carácter histórico de la revelación y de la existencia humana; pretender que solo debe ser aceptado como doctrina de fe lo que explícitamente dice la Escritura es fundamentalismo exegético y teológico, como también dice la Dei Verbum 9: “la iglesia no toma de la sola Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las cosas reveladas”. También basa su certeza en los desarrollos que a partir de la Palabra de Dios y guiada por el Espíritu Santo se han dado a lo largo de la historia, “como quiera que crece la inteligencia lo mismo de las cosas que de las palabras transmitidas, ora por la contemplación y estudio de los creyentes que las meditan en su corazón (cf. Lc 2,19.51), ora por la íntima inteligencia que experimentan de las cosas espirituales, ora por la predicación de quienes, a par de la sucesión del episcopado, recibieron el carisma cierto de la verdad” (Dv, 8).
Voy a destacar tres rasgos del sacerdocio de Jesucristo para aplicarlos a la vivencia del ministerio sacerdotal en la iglesia.
Sacerdote para siempre
   La novedad singular del sacerdocio de Cristo, su fundamento teológico, es su durabilidad eterna, fundada en su resurrección. Así lo dice el autor de Hebreos: esto es más evidente, si surge otro sacerdote que, a semejanza de Melquisedec, no, lo es en virtud de un sistema de leyes terrenas, sino por la fuerza de una vida indestructible, pues así está testificado: Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec. Por eso Jesús es quien garantiza una alianza superior. Como permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasará (7,15-17.22.24). El sacerdocio de Cristo no es una función que él puede asumir o dejar. En la concepción del autor, su sacerdocio es una cualidad adquirida por su resurrección y exaltación que han traído como fruto el establecimiento de una alianza que otorga el perdón de los pecados a los hombres. Jesucristo es sacerdote para siempre, sacerdocio que sigue ejerciendo por la intercesión. De igual modo, en la teología católica el sacerdocio ministerial no se concibe como una función exterior, temporal y removible. El sacerdocio imprime el carácter, dice el dogma, y eso no sólo quiere decir que es inamisible, quiere decir también que toda la existencia personal queda marcada y orientada por esa elección, por esa llamada, por esa evocación. Somos sacerdotes no sólo para el resto de nuestras vidas, sino somos sacerdotes siempre, en todo lugar, en toda circunstancia, todos los días de nuestra vida. Es imposible, desde el punto de vista teológico, poner entre paréntesis nuestra condición sacerdotal, para actuar o comportarnos en algunos momentos como si lo fuéramos. El sacerdocio es una identidad hacia la que hay que crecer durante el proceso de formación y que hay que desarrollar  desde el día de la ordenación;  es una identidad que hay que expresar con la palabra, la conducta y el trato; es una identidad particularmente difícil de asumir en la sociedad secularizada de hoy que quiere suprimir toda referencia a Dios, pero por eso mismo una identidad que se vuelve profecía de las realidades eternas.

Sacerdote misericordioso y digno de confianza
Al final de la primera parte de la carta, el autor destaca algunos rasgos que caracterizan en sacerdocio de Jesús:  Por eso tenía que ser hecho en todo semejante a sus hermanos para llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y digno de confianza en las cosas de Dios, capaz de obtener el perdón de los pecados. Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba (2,17-18). Son dos rasgos: la misericordia es la capacidad de compadecerse y compartir el sufrimiento del prójimo. En el universo teológico de la carta, el principal sufrimiento que padece el hombre es el extrañamiento de Dios por la ignorancia y el pecado. Por lo tanto, el ejercicio de la misericordia exige la capacidad de mantener la sensibilidad humana para comprender las búsquedas, inquietudes, y deseos más profundos del corazón de los hombres. Pero el sufrimiento humano no se limita a esa dimensión; abarca también la enfermedad, la soledad, la pobreza, la marginación, el desprecio. El sacerdote es el hombre compasivo con sus hermanos para llevar esperanza, alivio y solidaridad.

La confianza en las cosas de dios se refiere a la actitud de obediencia filial hacia el padre, la voluntad de agradarle en el cumplimiento de la misión (cf.3,2). La médula del sacrificio de Cristo es precisamente la obediencia a Dios; el propósito de cumplir su voluntad, pues el sacrificio de animales no le satisface, por haber cumplido la voluntad de Dios, y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios (10,10). Pienso que, para el sacerdote católico, la consagración a Dios del propio cuerpo en obediencia es el celibato como signo de la total y exclusiva dedicación de nuestras vidas al Señor en fidelidad  y amor. Ésta fidelidad hacia Dios se sostiene a través de una vida de oración en la que renovamos día tras día la apertura de nuestra vida a Dios para hacer siempre su voluntad. Es significativo que la fidelidad de Cristo a Dios esté vinculada en la concepción del autor de Hebreos a la capacidad y voluntad de sufrir y someterse a la prueba. Sin lugar a duda esta vinculación está determinada por la experiencia biográfica de Jesús, que aprendió sufriendo a obedecer (5,8). Pero esa experiencia de Jesús deja patente que la fidelidad conlleva sufrimiento, que procede de la contradicción que causa en el mundo el mensaje del evangelio.
   Sacerdote que conduce a la perfección
   Toda la función sacerdotal de Jesús consiste en abrir para la humanidad el camino que lleva hasta Dios estableciendo una alianza de perdón y entrando a la presencia de Dios con su humanidad. Tenemos libre entrada en el santuario gracias a la sangre de Jesús, en cual inauguró para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo es decir, de su cuerpo (10,19-20). La misión del sacerdote, que es ejercicio del sacerdocio de Cristo, no puede ser diferente. Consiste en llevar a hombres y mujeres a Dios. Esa es la perfección en la que Cristo quiere constituir a los cristianos. Esto exige, en el día de hoy, familiaridad con el Dios de Jesús (no con la imagen que nos construyamos nosotros de Dios), exige la capacidad  para hacer visible a Dios o a Jesucristo en la Propia persona y referencia clara a las realidades espirituales de la fe. La crítica marxista al cristianismo ha tenido un efecto sumamente grave en la vivencia de la fe. En general la crítica ha sido asumida por sectores amplios de la iglesia sin ponerle objeción. La consecuencia ha sido que se han introducido en la “cultura clerical y eclesial” ciertos perjuicios hacia la mística, considerándola evasión; hemos minimizado la escatología, considerándola alienación; y nos hemos concentrado en las realidades históricas, como única convalidación del evangelio, olvidando que las realidades trascendentes son las únicas dadoras de sentido. En la visión de la fe, las realidades históricas tienen consistencia sólo si las iluminamos desde las realidades trascendentes, sean escatológicas o espirituales. Es tares del sacerdote hacer patente una vez más que Dios no es evasión sino que es la única fuente de sentido sólido y duradero para las realidades históricas, comenzando por la vida de cada persona. El compromiso temporal solo tiene sentido en vistas de la futura comunión en plenitud con Dios. Ese fue el sentido principal del sacerdocio de Cristo según la Carta a los Hebreos y pienso que es también el nuestro hoy.