El celibato sacerdotal. 2
Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología San Dámaso
Madrid
La “perfecta y perpetua castidad por el reino de los cielos”, el celibato, no es exigido “por la naturaleza misma del sacerdocio”, con el que está, sin embargo, “en gran armonía”. Es un carisma, un don particular de Dios, sin el cual la Iglesia latina no admite a la ordenación sagrada, con la que lo ve en estrecha relación. Pues, en palabras conciliares, el celibato es “signo y al mismo tiempo estímulo de la caridad pastoral y fuente privilegiada de fecundidad espiritual en el mundo”, constituye un signo profético del Reino de Dios en medio del mundo.
Según esto, el celibato ha de ser comprendido ante todo como respuesta al amor pleno y total manifestado por Jesucristo en su entrega por los hombres, acogido y correspondido con un amor que, por gracia y vocación peculiar, busca asemejarse también en esto al Señor.
Así, el celibato es en primer lugar signo del amor del Señor, de la novedad del Reino hecha presente por Jesús mismo; habla de su presencia, de la nueva realidad de humanidad y de amor que Él hace presente en el mundo, y que hace posible a cada cristiano una relación gratuita y no posesiva con las cosas, casta y virginal con las personas.
El celibato tiene, sin embargo, un valor profético propio, como forma nueva de donación esponsal de sí mismo en el amor, que anuncia a la Iglesia y al mundo la presencia del Reino, del amor del Señor, como lo único destinado a renovar y salvar todas las cosas.
El sacerdote, que hace presente sacramentalmente en la Iglesia la obra salvífica de Cristo, a través del celibato, explicita de modo muy constante con su misión propia el amor vivido personalmente por Jesucristo en el sacrificio de la Cruz, en su entrega al Padre para la salvación de todos los hombres, donde se fundamenta todo sacerdocio. La existencia célibe del sacerdote se convierte así en manifestación del amor en el que Cristo realiza la obra de la redención, y que ofrece y pide, de diferentes modos, a todos los fieles para alcanzar la salvación.
El celibato sacerdotal es, pues, signo eminente de la primacía de la caridad, sin la cual todo lo cristiano pierde su sentido, y palabra profética dirigida a todo fiel en medio de la Iglesia: la caridad de Cristo ha de entrar hasta el fondo del almo y el cuerpo, determinándolo todo, también las relaciones y los afectos personales.
Para el sacerdote mismo, el celibato es también signo y estímulo de la caridad. Guarda la memoria del propio encuentro personal con el amor del Señor y de la propia respuesta libre y personal, y pone de manifiesto que la misión sacerdotal no puede nunca reducirse al ejercicio formal de tareas impersonales o incluso mecánicas, sino que es, desde la raíz, gesto personal y libre de donación en el amor.
Así pues, el celibato es para el sacerdote signo de la caridad de Cristo, acogida y correspondida, y estimulo perenne a vivir la propia misión como acto libre de fe y de amor al Señor, y, en Él, de servicio humilde, plenamente dedicado al bien de todos los hombres; para que en sus vidas brillen la verdad y la caridad manifestadas por Cristo, y puedan alcanzar así la salvación.
En ello, el Señor hace partícipe al sacerdote de aquella misteriosa fecundidad que pertenece a la verdadera caridad, dada por Dios. Esta fecundidad, presente en las huellas que esl Creados ha dejado en ella en todas las manifestaciones del amor, alcanza su esplendor mayor en el gesto personal y libre de la caridad vivida en seguimiento de Cristo, cuyos frutos son confiados al Espíritu mismo de Dios. En el sacerdote célibe se hace, manifiesta así una dimensión esencial y profunda de la paternidad, que no se nunca sólo un dato físico, pues la verdadera fecundidad y el verdadero destino del hombre es participar –por don divino- en la generación de los llamados a ser hijos de Dios.
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