viernes, 2 de diciembre de 2011

TEOLOGÍA MÍSTICA SOBRE LA CASTIDAD

A. Tanquerey, S.J.
De la castidad[1]
1100. 1o Noción. La castidad tiene por fin reprimir toda clase de desorden en los goces voluptuosos. Estos goces no tienen más que un fin, que es perpetuar el linaje humano transmitiendo la vida por medio del uso legítimo del matrimonio. Fuera de eso, toda clase de voluptuosidad está prohibida.
Dícese con razón ser la castidad una virtud angélica, porque nos asemeja a los ángeles, que son puros por su naturaleza. Es una virtud austera, porque no se consigue llegar a practicarla sino disciplinando y domando el cuerpo con sus sentidos por medio de la mortificación. Es una virtud delicada, a la que ofenden las más ligeras faltas voluntarias; y, por lo mismo, difícil, porque no se la puede guardar sino luchando con valor y constancia contra la más tiránica de las pasiones.

1101. 2o Grados
1) Tiene sus grados: el primero consiste en evitar cuidadosamente el consentir todo pensamiento, imaginación, sensación u obra contraria a la dicha virtud.
2) El segundo tiende a rechazar inmediata y enérgicamente todo pensamiento, imagen o impresión que pudiera afear el brillo suyo.
3) El tercero, que no se consigue generalmente sino tras largos trabajos en la práctica del amor de Dios, consiste en dominar de tal suerte los sentidos y el pensamiento, que, cuando hubiéremos de tratar, por obligación, de cuestiones referentes a la castidad, lo hagamos con tal sosiego y tranquilidad como si se tratara de cualquier otra materia.
4) Por último, no sino por un privilegio especial se puede llegar a no tener movimiento alguno desordenado, como se cuenta de Santo Tomás, después de su victoria en una ocasión muy crítica.

1102. 3o Especies. Hay dos especies de castidad: la conyugal, a la que están obligados los casados legítimamente, y la continencia, que corresponde a los que no lo están. Después que digamos brevemente la primera, insistiremos sobre la segunda, especialmente en lo que atañe a los que están sujetos al celibato religioso o eclesiástico.

I. De la castidad conyugal
1103. 1o Principio. Los esposos cristianos han de tener siempre presente que, según la doctrina de S. Pablo, el matrimonio cristiano es símbolo de la unión que existe entre Cristo y su Iglesia: «Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla»[2]... Han de amarse, pues, respetarse y santificarse mutuamente (n.591). El primer efecto de ese amor es la unión indisoluble de corazones, y, por consiguiente, la inviolable fidelidad del uno al otro.

1104. 2o Fidelidad mutua.
a) Traeremos aquí las frases de S. Francisco de Sales, que compendian su pensamiento sobre esta materia[3].
«Conservad, pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a vuestras esposas... Si queréis que os sean fieles vuestras esposas, enseñadles la lección con vuestro ejemplo. ¿Con qué cara queréis, decía S. Gregorio Nacianceno[4], pedir honestidad a vuestras mujeres, viviendo en deshonestidad vosotros?» «Mas vosotras, mujeres, cuya honra está inseparablemente unida con la pureza y honestidad, conservad celosamente vuestra gloria, y no permitáis que disolución alguna, sea la que fuere, amancille la blancura de vuestra reputación. Temed cualquiera invasión, por pequeña que sea; nunca permitáis que os anden alrededor los galanteos; tened por sospechoso a cualquiera que entre alabando vuestra belleza y vuestra gracia...; pero, si a estas alabanzas añade algunos desprecios de vuestro marido, ése os ofende mucho, pues claro está que, no solamente quiere perderos, sino que os juzga ya medio perdida, y que ya está medio hecho el trato con el segundo comprador cuando se está disgustado con el primero».

b) No hay cosa que más asegure la mutua fidelidad, que el ejercicio de la verdadera devoción, en especial el rezo en común.
«Por esto las mujeres han de desear que sus maridos estén confiados con el azúcar de la devoción, porque el hombre sin devoción es un animal severo, áspero y duro; y los maridos también han de desear que sus mujeres sean devotas, porque la mujer sin devoción es sumamente frágil, y está expuesta a descaecer o mancillar su virtud».

c) «Por lo demás, han de tener tanta condescendencia uno con otro, que jamás se enfaden los dos a un mismo tiempo, para que nunca haya disensión ni disputa». Si uno de los dos se encolerizase, permanezca el otro tranquilo para que se firme la paz lo más pronto posible.

II.  De la continencia o del celibato
1107. La continencia absoluta es un deber para todos aquellos que no están casados legítimamente. Han de guardarla todos antes del matrimonio, así como también, después de él, los que se hallaren en el santo estado de la viudez[8]. Pero hay además almas escogidas que sintieron vocación de guardar continencia durante toda la vida, ya dentro del estado religioso, ya en el sacerdocio, ya también en medio del mundo. A todos éstos conviene demos reglas especiales para que puedan guardar perfecta pureza.
La castidad es una virtud frágil y delicada que no puede conservarse si no se hallare protegida por otras virtudes; es una fortaleza que ha menester de fuertes avanzadas que la defiendan. Éstas son cuatro: 1o la humildad, que hace desconfiar de sí mismo y huir de las ocasiones peligrosas; 2o la mortificación, que, castigando el amor al deleite, ataca al mal en su raíz; 3o la aplicación al cumplimiento de las propias obligaciones, que previene los peligros de la ociosidad; 4o el amor de Dios, que, llenando el corazón, le desocupa de peligrosas aficiones. En el centro de este cuadro de defensa, el alma puede, no solamente rechazar los ataques del enemigo, sino perfeccionarse en la pureza.

1o LA HUMILDAD, GUARDIANA DE LA CASTIDAD
1108. Esta virtud produce tres disposiciones principales en el alma, que la defienden de muchos peligros: la desconfianza de sí misma y la confianza en Dios; la huida de las ocasiones peligrosas, y la sinceridad en la confesión.

A) La desconfianza de sí mismo, junta con la confianza en Dios. Es cierto que muchas almas caen en la impureza por soberbia y presunción. S. Pablo lo hace notar a propósito de los filósofos paganos, que, vanagloriándose de su sabiduría, se dejaron llevar de toda clase de vicios torpes: «Propterea tradidit illos Deus in pasiones ignominiae...»[9].
Explícalo Olier de la siguiente manera: «Dios, que no puede sufrir la soberbia del alma, humíllala hasta lo más hondo; y, para que el alma entienda cuán flaca es y que no puede nada por sí para resistir al mal y mantenerse en el bien..., permite que sea atormentada con horribles tentaciones, y aun, a veces, que caiga hasta lo más hondo, porque son las más vergonzosas de todas y causan después en el alma mayor confusión». Cuando, por el contrario, estamos convencidos de que no podemos ser castos por nosotros mismos, decimos de continuo al Señor la humilde oración de S. Felipe Neri: «Dios mío, nos os fiéis de Felipe; porque os hará traición».
1109. a) Esa desconfianza ha de ser universal: 1) es necesaria para los que antes cometieron faltas graves; porque volverá la crisis, y, sin la gracia, estarán expuestos a sucumbir de nuevo; no lo es menos para los que conservaron la inocencia; porque sobrevendrá la crisis un día u otro, y será tanto más temible cuanto que no se tiene experiencia de la lucha. 2) Ha de perseverar hasta el fin de la vida: No era muy joven Salomón cuando se dejó arrastrar por el amor a las mujeres; viejos fueron los que tentaron a la casta Susana; el demonio que ataca en la edad madura, es mucho más temible, porque creemos tenerle vencido; y muestra la experiencia que, mientras quede en nosotros un poco del calor vital, el fuego de la concupiscencia, debajo de las cenizas, enciéndese a veces con nuevo ardor. 3) Aun las almas más santas han menester de ella; porque desea el demonio hacerlas caer más que a las almas corrientes, y les tiende lazos más astutos. Así lo advierte S. Jerónimo[10], y concluye diciendo que nadie debe confiar en haber pasado largos años en castidad, ni tampoco en la santidad, ni en la ciencia[11].
1110. b) Esta vigilancia ha de ir junta con una absoluta confianza en Dios. Porque no permitirá Dios que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas; ni nos pedirá cosa alguna imposible; porque, o nos dará inmediatamente la gracia de vencerlas, o la de oración para alcanzar gracia más eficaz[12].
«Hemos, pues dice Olier [13], de recogernos interiormente con Jesucristo para hallar en él la gracia de resistir a la tentación... Quiere que seamos tentados para que, conociendo así nuestra flaqueza y la necesidad que tenemos de su auxilio, nos recojamos en él para tomar las fuerzas que nos faltan.» Cuando apretare mucho la tentación, convendrá ponerse de rodillas, y levantar las manos al cielo para invocar el auxilio divino: «Digo, añade Olier, que se han de levantar las manos al cielo, no sólo porque esa postura es a propósito para orar al Señor, sino también como expresa penitencia, para no llegar las manos al cuerpo durante todo ese tiempo, y estar dispuesto a sufrir todos los martirios interiores y todos los zarpazos de la carne y aun del demonio, antes que llegarlas».
Después de haber tomado todas esas precauciones, podemos estar seguros del auxilio de Dios: «Fidelis est Deus qui non patietur vos tentari supra id quod potestis, sed faciet etiam cum tentatione proventum». No se ha de temer mucho la tentación antes de que venga, porque sería llamarla; ni tampoco cuando está encima, porque, apoyados en Dios, seremos invencibles.

1111. B) La huida de las ocasiones peligrosas. a) La mutua simpatía que existe entre los dos sexos es causa de peligrosas ocasiones para los que profesan el celibato; se han de suprimir los encuentros inútiles, y prepararse para rechazar el peligro, cuando estos encuentros son inevitables[14]. Por esa razón no ha de hacerse la dirección espiritual de las mujeres sino en el confesionario, como dijimos, n. 546. Dos cosas hemos de poner siempre a salvo: nuestra virtud y nuestra reputación; la una y la otra exigen recato extremado. b) Los niños de agradable aspecto y de carácter risueño y afectuoso, pueden convertirse en ocasión peligrosa; porque gusta contemplarlos y acariciarlos, y, si no se está alerta, podemos propasarnos a familiaridades que turben los sentidos. Es ésta una advertencia que no ha de pasarse por alto, un aviso que Dios nos envía para darnos a entender que ya es tiempo de detenernos, si no es que fuimos ya demasiado lejos. Tengamos siempre presente que esos niños tienen cada cual su ángel de la guarda, que contempla a Dios cara a cara; que son templos vivos de la Santísima Trinidad y miembros de Cristo. Entonces será más fácil tratarlos con santo respeto, aun mostrándoles mucho cariño.
1112. c) En general la humildad nos mueve a huir del deseo de gozar, que es el camino, ¡ay! para muchas caídas. Dicho deseo, que nace a la vez de la vanidad y de la necesidad de cariño, se manifiesta en un cuidado exagerado de la persona, en los menudos pormenores del adorno personal, en posturas lánguidas y afectadas, en un habla dulce, en miradas afectuosas, en la costumbre de alabar a las gentes por sus dotes exteriores[15]. Estas maneras son muy mal vistas, especialmente en los clérigos jóvenes, en los sacerdotes y en los religiosos. Pronto corre peligro su fama, y ojalá que puedan detenerse en la pendiente antes de que corra peligro su virtud.

1113. C) La humildad, por último, nos da, en el trato con nuestro director, una franqueza de corazón que es muy necesaria para evitar los lazos del enemigo.
En la regla trece para el discernimiento de espíritus, nos dice con razón S. Ignacio que, «cuando el enemigo de natura humana trae sus astucias y suasiones a la ánima justa, quiere y desea que sean rescebidas y tenidas en secreto. Mas cuando las descubre a su buen confesor, o a otra persona espiritual que conozca sus engaños y malicias, mucho le pesa, porque colige que no podrá salir con su malicia comenzada, en ser descubiertos sus engaños manifiestos»[16]. Especialmente se aplica a la castidad ese sabio consejo cuando manifestamos con sencillez y humildad esas tentaciones a nuestro director, quedamos avisados a tiempo de los peligros a que nos exponemos, aplicamos los medios que nos indica, y, tentación descubierta es tentación vencida. Pero, si confiados en nuestras propias luces, no decimos nada de lo que nos pasa, con pretexto de que no es pecado, fácilmente caeremos en los lazos del seductor.

2o LA MORTIFICACIÓN, GUARDIANIA DE LA CASTIDAD
Ya expusimos la necesidad y las prácticas principales de la mortificación, nn. 755-790. Recordaremos aquí lo que directamente se refiere a nuestro sujeto. Como el veneno de la impureza se entra por todos los resquicios, se han de mortificar los sentidos exteriores, los interiores y los afectos del corazón.
1114. A) El cuerpo, como dijimos, n. 771 ss., ha menester de ser disciplinado y castigado para que esté sumiso al alma: «Castigo corpus meum et in servitutem redigo, ne forte cum aliis praedicaverim ipse reprobus effician».
De este principio se deduce la necesidad de la sobriedad, y, a veces, del ayuno o de algunas prácticas exteriores de penitencia; como también la necesidad, en ciertas ocasiones, sobre todo en la primavera, de un régimen emoliente para aplacar el bullir de la sangre y los ardores de la concupiscencia. No se ha de descuidar cosa alguna para asegurar el dominio del alma sobre el cuerpo. Nunca se ha de dormir demasiado; en general no debemos quedarnos en el lecho de mañana, cuando nos despertamos y no podemos volver a dormirnos.
Cada uno de los sentidos del cuerpo ha menester de ser mortificado.
1115. a) El santo Job había hecho pacto con sus ojos para no mirar jamás a quienes pudieran ser para él materia de tentación: «Pepigi foedus cum oculis meis ut ne cogitarem quidem de virgine»[17]. El Eclesiástico recomienda mucho que no se mire a las muchachas mozas, y que se aparte la vista de la mujer compuesta; «porque muchos se perdieron por la hermosura de la mujer, y con ella se enciende como un fuego la concupiscencia»[18]. Todos esos consejos son muy psicológicos: porque la vista excita la imaginación, enciende el deseo, éste inclina a la voluntad, y, si la voluntad consiente, entra el pecado en el alma.
1116. b) La lengua y el oído se mortifican con el recato en las conversaciones. Este recato no existe muchas veces ni aun entre la gente cristiana: la costumbre de leer novelas, y de ir al teatro, es causa de que se hable con harta licencia de muchas cosas que se debieran callar; también gusta mucho la gente de estar al corriente de algunos escandalillos mundanos; muchas veces agrada el platicar acerca de cosas más o menos escabrosas. Cierta malsana curiosidad nos mueve a deleitarnos con esas historias y murmuraciones; toma pasto de ello la imaginación, represéntase por menudo las escenas descritas, conmuévense los sentidos, y suele acabar la voluntad deleitándose pecaminosamente en ello. Por esa razón clama S. Pablo contra las malas compañías, como contra un manantial de depravación: «corrumpunt mores bonos colloquia prava»[19]. Y añade: «Ni tampoco palabras torpes, ni truhanerías, ni bufonadas»[20]. Enseña la experiencia que muchas almas puras fueron pervertidas por la curiosidad malsana que excitaron conversaciones imprudentes.
1117. c) El tacto es el sentido especialmente peligroso, n. 879.
Bien lo había entendido el abate Perreyve, cuando escribía[21]: «Más que nunca, Señor, os consagro mis manos; os las consagro hasta hacer escrúpulo de la menor cosa. Estas manos, que recibirán dentro de tres días la consagración sacerdotal. Dentro de cuatro habrán tocado, sostenido y alzado vuestro cuerpo y vuestra sangre. Quiero respetarlas, venerarlas como instrumentos sagrados para vuestro servicio y altar»... Quien se acuerde de que por la mañana tuvo en sus manos al Dios de toda santidad, siéntese más inclinado a guardarse de todo cuanto pudiere mancillar su pureza. Mucho recato, pues, consigo mismo; mucho recato con los demás; guardemos con todos las leyes de la cortesía, pero jamás nos propasemos a manifestarles con ellas un apasionado sentimiento que pudiera descubrir una afición desordenada. A un sacerdote, que preguntaba si estaría bien que tomara el pulso a una moribunda, le respondió S. Vicente: «Es menester guardarse de hacerlo así, porque el maligno espíritu puede valerse de ese pretexto para tentar al moribundo o moribunda. En ese trance el demonio echa mano de todos los tiros para atrapar a un alma... No oséis tocar jamás a moza ni a vieja, con ningún pretexto»[22].

1118. B) No menor daño que los exteriores pueden causarnos los sentidos interiores, y, aunque andemos con los ojos bajos, no dejan de perseguirnos recuerdos importunos y asediadoras imágenes. Doliase de ello S. Jerónimo en medio de la soledad, cuando, a pesar del ardor del sol y de la pobreza de su celda, se sentía transportado por la imaginación en medio de las delicias de Roma[23]. Por eso recomienda con ahínco que se rechacen inmediatamente las imaginaciones de esa clase: «Nolo sinas cogitationes crescere... Dum parvus est hostil, interfice; nequitia, ne zizania crescant, elidatur in semine»[24]. Es necesario ahogar al enemigo antes de que se haga mayor, y arrancar la cizaña antes de que crezca; si así no se hiciere, pronto el alma será invadida y asediada por la tentación, y el templo del Espíritu Santo se convertirá en nido de demonios; «ne post Trinitatis hospitium, ibi daemones saltent et sirenae nidificent»[25].
1119. Para evitar esas imaginaciones peligrosas, es muy conveniente no leer novelas ni comedias donde se describan al vivo y con demasiada realidad las pasiones humanas, especialmente la del amor. Tales descripciones no pueden menos de poner turbación en la imaginación y en los sentidos; tornan con persistencia en los ratos de sosiego soñador, visten la tentación con formas más vivas y seductoras, y, a veces, arrancan el consentimiento. Como advierte San Jerónimo, piérdese la virginidad, no solamente por actos exteriores, sino también por actos interiores: «Perit ergo et mente virginitas»[26].
Además los santos nos exhortan a mortificar las imaginaciones y ensueños inútiles. Muestra realmente la experiencia que, tras estos sueños vanos, vienen representaciones sensuales y dañinas, y, por ende, si queremos evitar estas últimas, no debemos pararnos voluntariamente en aquellas. De esta manera, poco a poco, acabaremos por someter la imaginación al servicio de la voluntad.
Esto es especialmente necesario para el sacerdote, que, por razón de su misma profesión, ha de oír confidencias en materias delicadas. Cierto que tiene la gracia de estado para no complacerse en ellas, pero con la condición de que, una vez fuera del confesionario, no vuelva a pensar voluntariamente en lo que oyó; porque, de lo contrario, correrá fuerte peligro su virtud, y Dios no tiene obligación de acudir en auxilio de los imprudentes que se lanzan al peligro; «qui amat periculum in illo peribiti»[27].

1120. C) También hemos de mortificar igualmente el corazón. Es éste una de nuestras más nobles potencias, pero también de las más expuestas al peligro. Por los votos, o por el sacerdocio, consagramos nuestro corazón a Dios, y renunciamos a los goces del hogar. Mas no por eso queda el corazón cerrado al afecto, y, aunque recibimos gracias especiales para mortificarle, éstas son gracias de combate que exigen de nuestra parte mucha vigilancia y esfuerzo.
Además de los peligros comunes, hállalos especialmente cl sacerdote en el ejercicio de su ministerio. Aficiónase inconscientemente el corazón a aquellos a quienes se hace el bien; y éstos se sienten movidos por su parte a mostrarnos su agradecimiento. De aquí nacen aficiones mutuas, sobrenaturales en sus comienzos, pero que, si no estamos alerta, se convierten fácilmente en naturales, sensibles, absorbentes. Porque es muy cómodo padecer ilusión: «Muchas veces, dice S. Francisco de Sales, creemos que amamos a una persona por Dios, y la amamos por nosotros; decimos amarla por Dios, pero en realidad, por el consuelo que hallamos en nuestro trato con ella». Un texto célebre, atribuido a S. Agustín, nos dice los grados sucesivos por los que pasa el amor de espiritual a carnal: «Amor spiritualis generat affectuosum, affectuosus obsequiosum, obsequiosus familiarem, familiaris carnalem».
1121. Para evitar tamaña desdicha, es menester examinarse de vez en cuando para ver si advertimos en nosotros alguna de las señales características del amor sensible. El P. Valuy las resume así[28]: «Cuando el aspecto exterior de una persona comienza a cautivar nuestras miradas, y su trato simpático altera y hace palpitar al corazón. Saludos tiernos, palabras tiernas, miradas tiernas, algunos regalillos repetidos... No sé qué clase de sonrisas mutuas que dicen más que las palabras; cierto correrse poco a poco a la familiaridad; complacencias, atenciones rebuscadas, ofrecerse para todo lo que fuere menester, etc. Procurarse pláticas secretas donde no molesten ojos ni oídos extraños; alargarlas sin tasa, repetirlas sin motivo. Hablar poco de cosas de Dios, y mucho de sí y de la mutua amistad. Alabarse, adularse, excusarse recíprocamente. Quejarse amargamente de las correcciones de los superiores, de los estorbos que les ponen para verse, de las sospechas que parecen venirles... Cuando la persona amiga está ausente, sentir inquietud y tristeza. Padecer distracciones en la oración con el recuerdo de ella; encomendarla algunas veces a Dios con fervor extraordinario; tener grabada su imagen en el alma; pensar en ella de día, de noche y aun en sueños. Preguntar con mucho interés dónde se halla, qué hace, cuándo vendrá, si tiene amistad con otra persona. Sentir a su vuelta transportes de gozo desacostumbrados. Padecer una especie de martirio cuando han de separarse de nuevo. Acudir a mil medios para buscar ocasión de verse».
No nos confiemos mucho en la piedad de las gentes con quienes tratamos; porque, cuanto más santas, más nos atraen, «quo sanctiores sunt, eo magis alliciunt». Además, que las tales gentes piensan no haber peligro alguno en el afecto que sienten por un sacerdote y déjanse llevar de él sin miedo; menester es que el sacerdote sepa tenerlas a respetuosa distancia.
Tanquerey, Ad. Compendio de teología Ascética y Mística. Madrid; ed. Palabra 1990, 1era edición. Segunda parte, Libro II, Capítulo II, Artículo IV, sección I  (“De la castidad”, pp. 582-593).

Notas
[1] Casiano, Col. XII; S.J. CLÍMACO, Escala, grado XV; S. Thomas, IIa. IIae, q. 151-156; Rodríguez, P. III, tr. IV.  De la castidad; S. Fr. De Sales, Vida devota, P. III, cap. XII-XIII; J.J. Olier, Introduction, cap. XII; S. Ligorio, Selva, P. II, Instl. III, Castidad del Sacerdote; Mons. Gay, Vida y virtudes, tr. X; Valuy, Vertus religieuses, Catidad; P. Desurmont, Charité sacerdotale, § 77-79; Mons. Lelong, Le Saint Pretre, 12.a Conf.
[2] Ephes., V, 25.
[3] Vida devota, P.III, cap. XXXVIII.
[4] Orat., XXXVII, 7.
[5] Tob., VIII, 9.
[6] S. Fr. de Sales, Vida devota, P. III, cap. XXXIX.
[7] 1Cor., VII, 5.
[8] Véanse los excelentes consejos de S. Fr. de Sales a las viúdas. Vida devota, P. III, cap. XL.
[9] Rom., I, 26.
[10] Epist. XXII ad Eustochium, P.L., XXII, 396.
[11] Ep. LII, ad Nepotianum, P.L., XXII, 531-532: «Nec in praetebita castitate confidas: nec David sanctior, nec Salomone potes esse sapientior. Memento semper quod paralisi colonum de possessione sua mulier ejecerit.».
[12] «Nam Deus impossibililia non jubet, sed jubendo nonet et facere quod poddis, et petere quod non possi, et adiuvat ut possi» (Trident., sess. VI, cap. XI, Denz., 804).
[13] Introduction, cap. XII.
[14] Eso es lo que ya recomendaba S. Jerónimo a su amigo Nepociano:  «Hospitiolum  tuum aut raro aut nunquam mulierum pedes terant... Si propter officium clericatus, aut  vidua a te visitatur, aut virgo, nunquam solus introesas. Tales habeto socios quorum contubernio non infameris... Solus con sola, secreto et absque arbitro, vel teste non sedeas... Caveto omnes suspiciones, et quidquid probabiliter fingi potest, ne fingatur, ante devita » (Epist.,LII, P.L.,XXII, 531-532).
[15] Describe muy bien S. Jerónimo este peligro: «Omnis his cura de vestibus, si bene oleant, si pes, laxa pelle, non folleat. Crines calamistro vestigio rotantur; digiti de annulis radiant; et ne plantas humidior via aspergat, vix imprimunt summa vestigia. Tales cum videris, sponsos  magis aestimato quam clericos» (Epist.,XXII, P.L,.XXII, 414).
[16] Ejercicios espirituales.
[17] Job.,XXXI, 1. 
[18] Eccli.,IX, 5, 8, 9: «Virginem ne conspicias, ne forte scandalizeris in decore illius... Averte faciem tuam a muliere compta, et ne circumspicias speciem alienam. Propter speciem mulieris multi perierunt, et ex hoc concupiscencia quasi ignis exardescit.»
[19] I Cor.,XV, 23.
[20] Ephes., V, 4.
[21] Méditationes sur les SS. Ordres, p. 105, éd. 1874.
[22] Meynard, Vertus de S. Vincent de Paul, cap. XIX, p. 306.
[23] «O quoties ego ipse in eremo constitutus, et in illa vasta solitudine quae, exusta solis ardoribus, horridum monachis praestat habitaculum, putabam me Romanis interesse deliciis! »
[24] Epist., XXII, n. 7, P.L., XXII, 398.
[25] S. Hieronym., Epist. XXII, n. 6, P. L. XXII, 398.
[26] Epist. cit., n. 5.
[27] Eccli., III, 27.
[28] Vertus religieuses, pp. 73-74.

LA VOCACIÓN SACERDOTAL

Meditaciones del Cardenal Joseph Ratzinger sobre el sacerdocio
«Pero, ¿cuál es la tarea del sacerdote? ¿Para qué recibe la ordenación? Los dos textos del Nuevo Testamento que acabamos de oír (1Pe 5,1-4; Mt 20,25-28) describen su tarea con una parábola: él ha de ser el pastor. Él ha de ser un servidor. Al fondo se halla la figura de Jesucristo, el verdadero Pastor. En el antiguo Oriente, la palabra "pastor" servía para designar al rey. De este modo los reyes expresaban todo el desprecio que abrigaban hacia su pueblo y toda la ambición de poder por la que se regían: los pueblos no eran para ellos más que ovejas, de las que ellos como pastores disponían como mejor les parecía. Jesús, el Hijo de Dios, es el verdadero Pastor, al que pertenecen las ovejas porque son sus creaturas. Y las ama, porque le pertenecen; y quiere lo mejor para ellas. Las apacienta empleando para ello su propia vida. Dicho sin metáforas, quiere decir que Jesús ha mostrado a los hombres cómo han de vivir. Les ha mostrado la verdad, de la que el hombre tiene tanta necesidad como del pan. Les ha regalado la vida, de la que tienen tanta necesidad como del agua de cada día. Y como su palabra no fue suficiente, se entregó a sí mismo: garantizó su palabra con su propia sangre y su propia vida.

El sacerdote debe ser el pastor, igual que Cristo. ¿Cómo lo será? En primer lugar, el sacerdote no es un oficinista, encargado de registros y de decisiones administrativas. Es cierto que siempre tendrá que realizar tareas de este tipo, pero no son éstas las principales, no es eso lo suyo específico; otros podrán y deberán ayudarle en ese cometido. Ser pastor al servicio de Jesucristo es algo más. Es llevar a los hombres a Jesucristo, es decir, a la verdad, al amor y al sentido que necesitan en sus vidas. Pues el hombre tampoco hoy vive sólo de pan y de dinero. Y ese llevarlos hasta Jesucristo, hasta la verdad que les da sentido, sucede en la transmisión de las palabras de Jesucristo y en los sacramentos en los que el Señor nos sigue dando su vida.

Palabra y sacramento son las dos tareas principales del sacerdote; esto suena muy trivial, pero encierra una riqueza capaz de colmar una vida entera. Tenemos en primer lugar la palabra. Lo primero que se nos ocurre es preguntar: ¿y qué es la palabra? No cuentan más que los hechos, las palabras no son nada. Pero quien reflexione más detenidamente, verá la fuerza de la palabra, que produce realidades: una sola palabra falsa puede destrozar una vida entera, puede manchar de modo irrevocable el nombre de una persona. Una sola palabra llena de bondad puede cambiar la vida de un hombre, cuando ninguna otra cosa puede ayudarle. Por eso debemos tener bien claro que es muy importante para la humanidad que en ella no se hable tan sólo de dinero y de guerra, de poder y de provecho; que no exista tan sólo el parloteo de cada día, sino que se hable de Dios y de nosotros mismos, de aquello que hace del hombre un verdadero hombre. Un mundo en el que esto no suceda se convertirá en un mundo inmensamente aburrido y vacío, sin consuelo y sin camino. Hoy estamos experimentando cómo la vida se convierte para el hombre en aburrimiento y contrasentido por más que tenga cuanto pueda desear. Los hombres de hoy ya no saben qué han de hacer, ni qué deben dejar de hacer. El hombre se convierte en un ser sin sentido, incapaz de soportarse a sí mismo. Continuamente ha de estar encontrándose a sí mismo, y no tiene tiempo para hacerlo; no encuentra más que aburrimiento y mezquindad. Por eso se comprende lo que significa cuando decimos que nuestros niños han de aprender a vivir, no sólo a leer y contar. Pues todos los números y las letras de nada les servirán si no saben para qué los aprenden, si no saben para qué estamos sobre la tierra, y ese saber les proporciona libertad, alegría y bondad.

Junto al servicio de la palabra está también el del sacramento. Los sacramentos abarcan la vida entera e intentan hacérnosla visible en las manos de la Madre Iglesia, en las manos del Señor. Goethe describió una vez, casi con melancolía, el modo como los sacramentos de la Iglesia abarcan y transforman todos los momentos importantes de la vida, desde el nacimiento hasta la difícil hora de la última despedida. Precisamente por razón del sacramento se convierte el sacerdote en un acompañante a lo largo de todo el camino de la vida, que está presente en todas las grandes decisiones, que en definitiva sólo pueden ser bien tomadas si Dios nos da la mano.

Detengámonos ahora en dos sacramentos decisivos en la vida del sacerdote: el sacramento de la confesión y el sacramento de la Eucaristía. La práctica de la confesión ha disminuido notablemente; pero esto no cambia en nada el hecho de que hoy sigue habiendo culpa y seguimos estando necesitados de perdón. El hecho de que un hombre tenga que arrepentirse significa que a lo largo del año necesita de vez en cuando no echar la culpa a los demás sino reflexionar sobre sí mismo; ver su culpa y confesarla; reconocer que es culpable, que ha cometido faltas. Y el hecho de que exista perdón significa que se puede volver a empezar, que existe un poder con facultadad para decir: vete, tus pecados te son perdonados, Y nosotros en ese perdón de Dios debemos aprender a perdonar, pues un mundo sin perdón no sería más que un mundo de destrucción mutua. Poder pronunciar las palabras del perdón es una de las más hermosas y más difíciles tareas del sacerdote: a veces es agobiante ser el lugar en el que se deposita toda la suciedad de la humanidad. Y sin embargo es una actividad llena de esperanza, es saber que todo puede ser transformado, que el hombre puede transformarse.
El culmen diario de la vida sacerdotal es el sacramento de la Eucaristía, la misteriosa fusión de cielo y tierra que en ella se produce. Dios nos invita a su mesa, quiere que seamos sus invitados. Y es Él mismo quien se nos da, el don de Dios es Dios mismo. La Eucaristía es la santa fiesta que Dios nos regala por más pobres que sean las condiciones exteriores: se trata de la ruptura de lo cotidiano, Dios está celebrando con nosotros una fiesta. Y esta fiesta de Dios es más que todo el tiempo libre de que dispongamos, tiempo libre que es vacío en cuanto no tiene una fiesta que nosotros mismos somos incapaces de hacer. Pero reflexionemos en esto: la fiesta procede del sacrificio; sólo el grano de trigo muerto produce fruto. El centro de la vida sacerdotal es el sacrificio de Jesucristo. Y nosotros somos necesarios para la celebración de este sacrificio, se precisa de la colaboración de nuestro sacrificio. Para el sacerdote esto significa que no puede realizar auténticamente su servicio sin sacrificio, sin el esfuerzo de la renuncia a sí mismo aprendida con paciencia: esto lo acabamos de oír en el Evangelio. Seguir a Cristo significa seguir a aquel que ha venido a servir y a entregarse a sí mismo. Ahí está la grandeza y la dificultad de la tarea sacerdotal. Nunca la llevará del todo a cabo, pues el siervo no está por encima del señor. Y solamente podrá realizarla si está sostenido por una ayuda, la fe y la oración de los demás; pues, en efecto, nuestra vida de cristianos depende también de los demás y cada Eucaristía es una llamada a ese ser-los-unos-para-los-otros.» (Cardenal Joseph Ratzinger, Al Servicio del Evangelio. Meditaciones sobre el sacerdocio de la Iglesia, Vida y Espiritualidad, Lima 2003, pp. 19-26)



Anotaciones sobre la vocación sacerdotal en el Catecismo de la Iglesia Católica
Vocación sacerdotal del Pueblo de Dios
«Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: "Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre'. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 783)

El único sacerdocio de Cristo
«Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tim 2,5). Melquisedec, "sacerdote del Altísimo" (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20), "santo, inocente, inmaculado" (Hb 7,26), que, "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1544)

«El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos, S. Tomás de A., Hebr. 7,4.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1545)

Dos modos de particiar en el único sacerdocio de Cristo
«Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6; cf Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9.). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser... un sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1546)
«El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo". ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1547)

In persona Christi Capitis...
En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa «in persona Christi Capitis»:

El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquél es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa ("virtute ac persona ipsius Christi") (Pío XII, enc. "Mediator Dei").
"Christus est fons totius sacerdotii: nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya", S. Tomás de A., s. th. 3,22,4).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1548)
«Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de S. Ignacio de Antioquía, el obispo es "typos tou Patros", es imagen viva de Dios Padre.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1549)

Otros aspectos importantes
«El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1120).

LA VOCACIÓN SACERDOTAL

Meditaciones del Cardenal Joseph Ratzinger sobre el sacerdocio
«Pero, ¿cuál es la tarea del sacerdote? ¿Para qué recibe la ordenación? Los dos textos del Nuevo Testamento que acabamos de oír (1Pe 5,1-4; Mt 20,25-28) describen su tarea con una parábola: él ha de ser el pastor. Él ha de ser un servidor. Al fondo se halla la figura de Jesucristo, el verdadero Pastor. En el antiguo Oriente, la palabra "pastor" servía para designar al rey. De este modo los reyes expresaban todo el desprecio que abrigaban hacia su pueblo y toda la ambición de poder por la que se regían: los pueblos no eran para ellos más que ovejas, de las que ellos como pastores disponían como mejor les parecía. Jesús, el Hijo de Dios, es el verdadero Pastor, al que pertenecen las ovejas porque son sus creaturas. Y las ama, porque le pertenecen; y quiere lo mejor para ellas. Las apacienta empleando para ello su propia vida. Dicho sin metáforas, quiere decir que Jesús ha mostrado a los hombres cómo han de vivir. Les ha mostrado la verdad, de la que el hombre tiene tanta necesidad como del pan. Les ha regalado la vida, de la que tienen tanta necesidad como del agua de cada día. Y como su palabra no fue suficiente, se entregó a sí mismo: garantizó su palabra con su propia sangre y su propia vida.

El sacerdote debe ser el pastor, igual que Cristo. ¿Cómo lo será? En primer lugar, el sacerdote no es un oficinista, encargado de registros y de decisiones administrativas. Es cierto que siempre tendrá que realizar tareas de este tipo, pero no son éstas las principales, no es eso lo suyo específico; otros podrán y deberán ayudarle en ese cometido. Ser pastor al servicio de Jesucristo es algo más. Es llevar a los hombres a Jesucristo, es decir, a la verdad, al amor y al sentido que necesitan en sus vidas. Pues el hombre tampoco hoy vive sólo de pan y de dinero. Y ese llevarlos hasta Jesucristo, hasta la verdad que les da sentido, sucede en la transmisión de las palabras de Jesucristo y en los sacramentos en los que el Señor nos sigue dando su vida.
Palabra y sacramento son las dos tareas principales del sacerdote; esto suena muy trivial, pero encierra una riqueza capaz de colmar una vida entera. Tenemos en primer lugar la palabra. Lo primero que se nos ocurre es preguntar: ¿y qué es la palabra? No cuentan más que los hechos, las palabras no son nada. Pero quien reflexione más detenidamente, verá la fuerza de la palabra, que produce realidades: una sola palabra falsa puede destrozar una vida entera, puede manchar de modo irrevocable el nombre de una persona. Una sola palabra llena de bondad puede cambiar la vida de un hombre, cuando ninguna otra cosa puede ayudarle. Por eso debemos tener bien claro que es muy importante para la humanidad que en ella no se hable tan sólo de dinero y de guerra, de poder y de provecho; que no exista tan sólo el parloteo de cada día, sino que se hable de Dios y de nosotros mismos, de aquello que hace del hombre un verdadero hombre. Un mundo en el que esto no suceda se convertirá en un mundo inmensamente aburrido y vacío, sin consuelo y sin camino. Hoy estamos experimentando cómo la vida se convierte para el hombre en aburrimiento y contrasentido por más que tenga cuanto pueda desear. Los hombres de hoy ya no saben qué han de hacer, ni qué deben dejar de hacer. El hombre se convierte en un ser sin sentido, incapaz de soportarse a sí mismo. Continuamente ha de estar encontrándose a sí mismo, y no tiene tiempo para hacerlo; no encuentra más que aburrimiento y mezquindad. Por eso se comprende lo que significa cuando decimos que nuestros niños han de aprender a vivir, no sólo a leer y contar. Pues todos los números y las letras de nada les servirán si no saben para qué los aprenden, si no saben para qué estamos sobre la tierra, y ese saber les proporciona libertad, alegría y bondad.

Junto al servicio de la palabra está también el del sacramento. Los sacramentos abarcan la vida entera e intentan hacérnosla visible en las manos de la Madre Iglesia, en las manos del Señor. Goethe describió una vez, casi con melancolía, el modo como los sacramentos de la Iglesia abarcan y transforman todos los momentos importantes de la vida, desde el nacimiento hasta la difícil hora de la última despedida. Precisamente por razón del sacramento se convierte el sacerdote en un acompañante a lo largo de todo el camino de la vida, que está presente en todas las grandes decisiones, que en definitiva sólo pueden ser bien tomadas si Dios nos da la mano.

Detengámonos ahora en dos sacramentos decisivos en la vida del sacerdote: el sacramento de la confesión y el sacramento de la Eucaristía. La práctica de la confesión ha disminuido notablemente; pero esto no cambia en nada el hecho de que hoy sigue habiendo culpa y seguimos estando necesitados de perdón. El hecho de que un hombre tenga que arrepentirse significa que a lo largo del año necesita de vez en cuando no echar la culpa a los demás sino reflexionar sobre sí mismo; ver su culpa y confesarla; reconocer que es culpable, que ha cometido faltas. Y el hecho de que exista perdón significa que se puede volver a empezar, que existe un poder con facultadad para decir: vete, tus pecados te son perdonados, Y nosotros en ese perdón de Dios debemos aprender a perdonar, pues un mundo sin perdón no sería más que un mundo de destrucción mutua. Poder pronunciar las palabras del perdón es una de las más hermosas y más difíciles tareas del sacerdote: a veces es agobiante ser el lugar en el que se deposita toda la suciedad de la humanidad. Y sin embargo es una actividad llena de esperanza, es saber que todo puede ser transformado, que el hombre puede transformarse.
El culmen diario de la vida sacerdotal es el sacramento de la Eucaristía, la misteriosa fusión de cielo y tierra que en ella se produce. Dios nos invita a su mesa, quiere que seamos sus invitados. Y es Él mismo quien se nos da, el don de Dios es Dios mismo. La Eucaristía es la santa fiesta que Dios nos regala por más pobres que sean las condiciones exteriores: se trata de la ruptura de lo cotidiano, Dios está celebrando con nosotros una fiesta. Y esta fiesta de Dios es más que todo el tiempo libre de que dispongamos, tiempo libre que es vacío en cuanto no tiene una fiesta que nosotros mismos somos incapaces de hacer. Pero reflexionemos en esto: la fiesta procede del sacrificio; sólo el grano de trigo muerto produce fruto. El centro de la vida sacerdotal es el sacrificio de Jesucristo. Y nosotros somos necesarios para la celebración de este sacrificio, se precisa de la colaboración de nuestro sacrificio. Para el sacerdote esto significa que no puede realizar auténticamente su servicio sin sacrificio, sin el esfuerzo de la renuncia a sí mismo aprendida con paciencia: esto lo acabamos de oír en el Evangelio. Seguir a Cristo significa seguir a aquel que ha venido a servir y a entregarse a sí mismo. Ahí está la grandeza y la dificultad de la tarea sacerdotal. Nunca la llevará del todo a cabo, pues el siervo no está por encima del señor. Y solamente podrá realizarla si está sostenido por una ayuda, la fe y la oración de los demás; pues, en efecto, nuestra vida de cristianos depende también de los demás y cada Eucaristía es una llamada a ese ser-los-unos-para-los-otros.» (Cardenal Joseph Ratzinger, Al Servicio del Evangelio. Meditaciones sobre el sacerdocio de la Iglesia, Vida y Espiritualidad, Lima 2003, pp. 19-26)



Anotaciones sobre la vocación sacerdotal en el Catecismo de la Iglesia Católica
Vocación sacerdotal del Pueblo de Dios
«Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: "Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre'. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 783)

El único sacerdocio de Cristo
«Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tim 2,5). Melquisedec, "sacerdote del Altísimo" (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20), "santo, inocente, inmaculado" (Hb 7,26), que, "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1544)

«El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos, S. Tomás de A., Hebr. 7,4.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1545)

Dos modos de particiar en el único sacerdocio de Cristo
«Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6; cf Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9.). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser... un sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1546)
«El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo". ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1547)

In persona Christi Capitis...
En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa «in persona Christi Capitis»:

El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquél es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa ("virtute ac persona ipsius Christi") (Pío XII, enc. "Mediator Dei").
"Christus est fons totius sacerdotii: nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya", S. Tomás de A., s. th. 3,22,4).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1548)
«Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de S. Ignacio de Antioquía, el obispo es "typos tou Patros", es imagen viva de Dios Padre.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1549)

Otros aspectos importantes
«El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1120).

EXAMEN DE CONCIENCIA SACERDOTAL

El sacerdote, “oveja” y “pastor” del rebaño de Cristo

Las tentaciones del sacerdote, en cuanto “oveja” del rebaño de Cristo

+ Falsa seguridad: Uno de nuestros peligros principales puede ser el olvido de que somos tentados como cualquier otro ser humano… Nuestra condición sacerdotal no nos preserva de la tentación del materialismo, del placer; ni tampoco de la búsqueda del poder y del prestigio… “¡El que se crea seguro, tenga cuidado en no caer!” (1 Co 10, 12).

+ Autodidactas: Los sacerdotes tenemos una cierta tendencia a “autodirigirnos” y a “autoevaluarnos” en la vida espiritual, como si fuésemos maestros de nosotros mismos… ¡Y eso no funciona! Dios nos da el “don de consejo” para ejercer como pastores con los que nos han sido encomendados, pero no para con nosotros mismos. Nosotros hemos de ser “pastorea- dos” por otros hermanos sacerdotes. Cometeríamos un grave error si pensáramos que el director espiritual fue una figura necesaria solamente en el tiempo de formación en el Seminario.

+ “En casa de herrero, cuchillo de palo”: Ciertamente, los sacerdotes podemos dar por supuesta, equivocadamente, la madurez de nuestra vida espiritual, sintiéndonos dispensados de determina- dos actos de piedad… Sin embargo, nosotros somos los primeros que necesitamos los medios sobrenaturales para el cultivo de nuestra vida de fe.

+ Rutina: Es el riesgo que tenemos de acostumbrarnos a lo sagrado, de no conmovernos ante la presencia real de Dios en la Eucaristía… El hecho de ser “administradores” de los tesoros de Dios, nos permite estar especialmente cerca del Misterio, pero también nos puede inducir a la rutina y al acostumbramiento.
+ Falta de esperanza en nuestra propia santidad: Los sacerdotes podemos asumir el rol de ser “altavoces de Dios”, dejando paradójicamente en segundo plano la llamada a la santidad que Dios nos dirige a nosotros mismos. No es infrecuente que nos resulte más fácil confiar en la “historia de salvación” de Dios para con la “humanidad”, que en el plan personal de santificación que tiene con nosotros. La recepción frecuente y esperanzada del sacramento de la penitencia, es el mejor signo de que los sacerdotes mantenemos vivo el deseo de recuperar el “amor primero”.

Las tentaciones del sacerdote, en cuanto “pastor” del rebaño de Cristo

+ Falta de autoestima: El avance de la increencia en nuestra sociedad, puede conducirnos a la tentación de hacer una lectura pesimista de nuestro ministerio sacerdotal… Como les ocurre al resto de los mortales, también nosotros tenemos el riesgo de valorarnos más por el “tener” que por el “ser”; es decir, hacer depender nuestra autoestima del grado de éxito cosechado en nuestros proyectos, y no tanto del valor del tesoro que llevamos entre manos…

+ Desconfianza hacia la Providencia de Dios: En medio de nuestro empeño pastoral, no podemos olvidar cuáles son el Alfa y la Omega de la Historia de la Salvación: Sólo Cristo es el Redentor del mundo, y nosotros somos meros instrumentos. ¡Sus planes de salvación para la humanidad, no se verán frustrados! La Iglesia tiene la promesa de indefectibilidad recibida del mismo Cristo. ¡La victoria de Cristo sobre el mal será plena y esplendorosa!... Es frecuente que nosotros suframos porque las cosas no vayan como nosotros pensamos que debieran ir… Pero, como aquellos apóstoles que estaban angustiados al ver cómo Jesús dormía en aquella barca zarandeada por la tempestad, quizás también nosotros necesitemos la reprensión que Jesús dirigió a los suyos: “Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?” (Mc 4, 40; Mt 14, 31).

+ Necesidad de purificar nuestros criterios: Una cosa son las sensibilidades enriquecedoras, y otra muy distinta las “ideologías”, que siempre deben ser purificadas… Baste recordar aquella reprensión de Jesús a Pedro: “Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mc 8, 33). En la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia encontramos la fuente para conformar nuestros criterios con la luz de la Revelación…

+ Falta de oración “apostólica”: Es posible que podamos pasarnos la vida diciéndonos a nosotros mismos que, como sacerdotes que somos, hemos de orar más y mejor… Y la pregunta es: ¿Será cuestión de tiempo? ¿De fuerza de voluntad? ¿O de amor de Dios? Lo indudable es que el Pueblo de Dios no solo requiere de nosotros que seamos “maestros”, sino también “testigos” del mensaje que anunciamos…

+ Vanidad: Podemos realizar muchas obras “materialmente” buenas, en servicio de Dios y de los fieles; pero que, sin embargo, pueden encubrir una cierta búsqueda “subjetiva” de nosotros mismos… Existe el riesgo de interferencias de nuestro amor propio, incluso en el marco de un cumplimiento íntegro del ministerio sacerdotal.

+ Miedos que nos paralizan: En ocasiones, el miedo al fracaso nos lleva a no arriesgar en nuestras actuaciones, a no dar lo mejor de nosotros mismos. Igualmente, el temor a ser etiquetados o mal comprendidos, también puede disminuir nuestro celo apostólico y nuestra acción en bien de las almas  (En el fondo, estamos ante otra manifestación de la vanidad).


+ Falta de método: Nuestra labor sacerdotal, aún siendo muy sacrificada, puede perder eficacia por causa de una forma desordenada de trabajar. A veces podemos abusar de la improvisación, o de no rematar las cosas. Hemos de ver también si compartimos nuestras iniciati- vas, si delegamos responsabilidades...

+ Falta de cuidado personal: La vida sacerdotal puede conllevar una cierta soledad, de la cual se desprenden determinados riesgos: comer mal, descansar poco, descuido del aseo personal, del vestir, de la salud, hábitos desordenados de vida, dejar que se enrarezca nuestro carácter... Un cierto nivel de autodisciplina es necesario. Pero, sobre todo, lo más importante es que nuestro descanso interior y exterior lo vivamos “en Cristo”, y no al margen de Él.

+ Impaciencia: Podemos confundir la necesidad de “rigor” con la “impaciencia”, olvidando las palabras del profeta: “la caña cascada no la quebrarás, la mecha humeante no la apagarás” (Is 42, 3). La radicalidad evangélica no justifica nuestra dureza con los que nos han sido confiados… Por el contrario, en nuestra vida de servicio sacerdotal, es importante el sentido del humor, el cariño y la alegría…es decir, la misericordia.

+ Los predilectos de Cristo y los nuestros: La acción apostólica de Cristo se dirige a todos, sin excepción. Al mismo tiempo, sus predilectos fueron los excluidos, los pobres, los enfermos…  Nuestro examen de conciencia nos cuestiona sobre si los pobres y necesitados ocupan el centro de nuestro ministerio sacerdotal: personas en soledad, quienes padecen desequilibrios psíquicos, otros enfermos y ancianos, parados, inmigrantes, transeúntes, maltratados…. sin olvidar la mayor de las pobrezas, compartida por todos nosotros: el pecado. ¡La administración abnegada del perdón de Cristo, es el máximo signo de la “caridad pastoral”!

EL CELIBATO

ENTREVISTA CON P. AMEDEO CENCINI
El padre Amedeo Cencini, religioso de los Hijos de la Caridad (canosiano), es profesor en la Universidad Salesiana y en el Instituto de Psicología de la Universidad Gregoriana de Roma. Desde 1995 es consultor de la Congregación para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
Esta entrevista la concedió a la agencia Veritas en el marco del XXXIII Encuentro celebrado en Santiago de Compostela de rectores y formadores de seminarios organizado por la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades de la Conferencia Episcopal Española, con el tema «Educación en la afectividad para el celibato ministerial».

-Usted habló en el Encuentro de una nueva perspectiva en la formación afectiva de los candidatos al sacerdocio. ¿A qué se refiere?
-Amedeo Cencini: No hay ninguna pretensión de proponer quien sabe qué extravagante novedad, simplemente se quiere poner el acento en la dimensión antropológica dentro de un contexto eclesial en el que se comparten los carismas.
Al hablar de «nueva perspectiva» en la formación para el celibato, pretendo referirme a una concepción del celibato sacerdotal, no solamente como una característica exclusiva del sacerdote de rito católico, y mucho menos de una imposición de la Iglesia, sino como un don recibido «para edificación de la comunidad», para recordar a todos que en «el corazón de cada hombre y cada mujer hay un espacio reservado para Dios y que sólo el Eterno puede habitarlo». Se trata de una exigencia de amor en la criatura que sólo el Creador puede plenamente realizar.
Puede parecer singular, pero el sacerdote célibe recuerda con su elección que se trata de un tipo de «virginidad universal» que todos pueden y deben vivir, dentro de la vocación en la que se encuentran. Sé que no es una verdad evidente, pero precisamente por esto es necesario el testimonio radical de personas que llevan hasta extremas consecuencias esta verdad y que dan testimonio fuerte y coherente de ella.

-¿Por qué debe ser célibe el sacerdote?
-Amedeo Cencini: Se sabe que no existe un nexo esencial entre el sacerdocio y el celibato, pero por motivos de congruencia, nuestra Iglesia católica, después de un discernimiento histórico nada simple y muy contrastado, ha establecido como decisiva la elección del celibato sacerdotal.
A esto diré que la Iglesia no impone a nadie el celibato, simplemente que elige a los sacerdotes entre aquellos que han recibido este carisma. La motivación «clásica» del celibato sacerdotal es de naturaleza escatológica (como signo de un estado futuro), cristológica (porque Cristo eligió ser célibe) y eclesiológica (como signo de la iglesia esposa de Cristo o como gesto que exige la dedicación total o esponsal a la Iglesia).
Es obvio que lo más importante es que el célibe haga suyas estas motivaciones y viva su celibato como una elección de amor, con corazón agradecido y sin egoísmos y con una actitud profundamente espiritual. Si el sacerdote no es profundamente espiritual, es un célibe pobre.

-¿Qué aporta a la comunidad de fieles esta condición?
-Amedeo Cencini: Para la comunidad de los fieles, un sacerdote célibe, convencido y contento de serlo es el testimonio de la primacía del amor de Dios, y recuerda que cada afecto humano nace del amor divino y que si quiere permanecer fiel y profundo, debe reconocer y respetar ese espacio del que hablábamos antes. El amor humano y el amor divino no compiten entre sí. En resumen, los carismas se encuentran entre ellos para que se reconozcan en aquel más grande, el carisma del amor.

-En alguna ocasión se ha escuchado decir que el celibato, como la vida de virginidad, no es bueno para un desarrollo de la persona, que supone la causa de problemas relacionados con la homosexualidad y la práctica pederasta. ¿Qué opina?
-Amedeo Cencini: Esta es una de las cosas más estúpidas y tendenciosas que se pueden decir. Los escándalos recientes de ciertas iglesias no deben llevar al engaño, porque no existe ninguna prueba científica que demuestre que en el ámbito del celibato eclesiástico este tipo de problemas (homosexualidad y, mucho menos, pedofilia) sea más frecuente que en otros ámbitos. No quiere decir que estos episodios no traten de temas graves y que necesitan una máxima atención de nuestra parte.
El problema fundamental es el de la formación. En la formación inicial, en la que es necesario un cuidadoso discernimiento, hay una atención específica al área de la afectividad y sexualidad, y la atención en la formación permanente no se debe poner sólo en una vigilancia constante, sino en un crecer positivamente en un amor maduro, en la experiencia progresiva de una relación con Dios, que de verdad puede llenar el corazón y hacerlo siempre más capaz de amar, y amar de una manera divina. Porque no se debe olvidar que el célibe ama a Dios por encima de cualquier otra criatura «para amar a cada criatura con el corazón y la libertad de Dios», el sumo amante.

-¿Se da hoy más que en otras épocas de la historia una sexualidad inmadura?
-Amedeo Cencini: La problemática sexual con todas sus consecuencias, graves e inquietantes, es un problema general que embiste a la sociedad actual. Existe un «desorden amoroso» dificilísimo de digerir. Pero no creo que exista una sustancial y real diferencia respecto al pasado. Probablemente es que hoy todo es más visible y exhibido, y se ofrece un, cada vez más complicado, clima de anomalía y pasotismo ético. Por eso el testimonio de un sacerdote célibe, convencido y contento de su celibato, es hoy particularmente necesario.
Es más, hoy es todavía más evidente que un sacerdote no se puede considerar satisfecho y con la conciencia recta, simplemente porque «no conoce mujer», sino que debe interrogarse continuamente si su celibato consigue dar testimonio de la nostalgia de Dios, si es capaz de dar a entender que amar a Dios no es una ley, ni fatiga, o renuncia, o violencia a la naturaleza, que es bueno porque te abre el corazón y te abre de par en par hacia los otros.

-¿En qué medida responde la vida consagrada y célibe a esta carencia social?
-Amedeo Cencini: El modelo de sacerdote célibe no es ni puede ser hoy un sacerdote con una ascesis que haga verle triste, serio, casi asocial, sino una ascesis, por poner un ejemplo concreto, como la de un San Francisco que llega hasta en un punto de su vida a abrazar a un leproso. Eso es lo que hace el celibato: transforma el corazón, lo hace capaz de sentir una atracción que no es simplemente humana, un celibato así tiene mucho que decir a esta sociedad y a su «desorden amoroso».

-Usted utiliza el término «célibe por amor» ¿Qué significa integrar la sexualidad en la vida del sacerdote (o vida consagrada)?
-Amedeo Cencini: No renunciar de ninguna manera al mandamiento más importante para el cristiano, el mandamiento del amor. A veces ocurre, y quizá ha sucedido más en el pasado que en el presente, que la preocupación por la custodia de la castidad, implica unas medidas en el estilo de vida del sacerdote, en su forma de relacionarse que pueden hacer que la persona sea casta, pero no necesariamente virgen o célibe por el Reino.
Integrar la sexualidad en un proyecto de vida célibe significa, sobre todo, ver la concepción positiva de la sexualidad como energía preciosísima creada por Dios y donde habita el Espíritu Santo. Una energía que sale de nosotros mismos y que se vive en relación al otro dando fecundidad a la vida y a cada relación interpersonal. Integrar esta energía en el propio celibato quiere decir aprender a vivir el instinto o impulso sexual según su naturaleza y su finalidad, en este caso, llegar a liberar la presencia del Espíritu que habita en nuestra carne. Hay que recordar que la sexualidad pasa a través del misterio de la muerte y la resurrección.

-En cuanto al tema de la homosexualidad, y a raíz de algunos escándalos en seminarios que se han hecho públicos recientemente, ¿qué papel debe jugar la dirección espiritual o el formador si percibe en un seminarista este tipo de problema?
-Amedeo Cencini: La cuestión es muy delicada y se trata con extrema atención, también porque en torno a la homosexualidad, en cuanto a su naturaleza y génesis, en las perspectivas de soluciones y en sus límites, no existe todavía un consenso por parte de los estudiosos.
Lo primero que hay que hacer normalmente es aclarar de qué tipo de homosexualidad se trata. No siempre el hecho de advertir una cierta atracción es signo de verdadera homosexualidad. Existe una homosexualidad estructural, ligada a la falta de identificación con el progenitor del mismo sexo en los primeros años de vida, con una tendencia fortísima y que normalmente persiste a lo largo de toda su vida porque tiende a extenderse a toda la personalidad.
Puede darse una homosexualidad no estructural, con raíces más recientes, suele ser en la preadolescencia. Parece mucho más fácil de tratar en el ámbito educativo; en el fondo no es verdadera homosexualidad ni se extiende a toda la personalidad. Evidentemente a cada uno de estos dos tipos le sigue un proceso de discernimiento diferente. Es indispensable por tanto hacer un buen diagnóstico antes de tomar cualquier decisión.
Es muy diferente el caso de quien presentase tendencias pedófilas; la pedofília, como es sabido, es reincidente, y por esto, nadie con estas tendencias puede ser admitido en un camino de formación del que estamos hablando.

-En algún caso se ha dicho que el joven o la joven pueden optar por una vida de consagración o de sacerdocio siendo conscientes de su inclinación homosexual ya que, al fin y al cabo, deberán luchar contra sus instintos y es lo mismo hacerlo hacia un lado que hacia otro. ¿Qué responde ante esto?
-Amedeo Cencini: Se hace bien a una persona sólo cuando se la ayuda a vivir la verdad dentro de sí y a tomar decisiones en línea con esta verdad. Por tanto sería, no sólo banal, sino peligroso, tener por principio que será suficiente la autoconciencia (de la tendencia homosexual) para ser admitido en un camino de formación. Es necesario ver, no sólo que la persona es consciente de su homosexualidad y de qué tipo de trata, sino la relación que establece con estas tendencias (si se identifica con el riesgo de no considerar la vertiente moral, o si los siente como una cosa que no responde a su ideal y debe combatir continuamente), también cómo es de viva la conciencia de esta tendencia de cara a Dios (con conciencia penitente o no).
Es indispensable conocer la experiencia pasada de esta persona si ha tenido precedentes en un sentido o en otro y de si será capaz de tener bajo control estas inclinaciones hasta el punto de ser progresivamente libre y menos dependiente, pero –atención- no sólo en los comportamientos, también en los pensamientos y deseos. Como se ve el discernimiento es muy complejo.

-¿Podría explicar esta frase suya: «Si creemos en serio en nuestros ideales, no tiene sentido tener miedo de nuestros instintos; al contrario, debemos servirnos de ellos para amar y vivir aún mejor los mismos ideales, con más coraje y fantasía»?
-Amedeo Cencini: Tiene que ver con lo que dije antes de integrar la sexualidad en un proyecto de vida célibe por el Reino. La sexualidad constituye siempre la materia prima para vivir bien la propia la virginidad. Si se muestra el celibato como un significado sólo de renuncia a cualquier cosa buena y nos mostramos como los seres más miserables del mundo, privamos a la comunidad creyente de un testimonio indispensable.

-¿Qué significa «ser virgen o célibe por el Reino de Dios»?
-Amedeo Cencini: Amar a Dios por encima de cualquier otra criatura (que es lo mismo que decir con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas), para amar con el corazón y la libertad de Dios a cada criatura, sin ligarse a ninguna y sin excluir a ninguna (que es lo mismo que decir sin proceder con criterios selectivos- electivos en el amor humano), es más, amando en particular a quien es tentado de no sentirse amable o de hecho no ser amado.
Fuente: Agencia Veritas, 18 de septiembre de 2004