Antología de textos Castidad
1. «Jesús se inclina a los pies de los Apóstoles, para lavarlos. En este gesto quiere expresar la necesidad de la pureza especial que debe reinar en los corazones de quienes se acercan a la Última Cena. Es la pureza que sólo Él puede traer a los corazones. Y, por esto, fueron vanas las protestas de Simón Pedro para que el Señor no le lavase los pies, vanas las palabras de sus explicaciones. El Señor, y sólo el Señor, puede realizar en ti, Pedro, esa pureza con la que debe resplandecer tu corazón en su banquete. El Señor, y sólo el Señor, puede lavar los pies y purificar las conciencias humanas, porque para esto es necesaria la fuerza de la redención, esto es, la fuerza del sacrificio que transforma al hombre desde dentro. Para esto es necesario el sello del Cordero de Dios, grabado en el corazón del hombre como un beso misterioso del amor.
»Inútilmente, pues, te opones, Pedro, y en vano presentas tus razones al Maestro. El Señor responde a tu corazón impulsivo: Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después (Jn 13, 7). Y cuando sigues protestando, Pedro, el Señor te dice: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo (Jn 13, 8).
»La pureza es condición para la comunión con el Señor.
»Es la condición de esta comunión y de esa humildad y disponibilidad para servir a los demás, de las que nos da ejemplo el Señor mismo, cuando se inclina a los pies de sus discípulos, para lavarlos como un siervo» (Juan Pablo II, Hom. 3-IV-1980).
La castidad es indispensable para amar a Dios —amor que se pone especialmente de manifiesto en la Sagrada Comunión— y para hacer realidad el ideal cristiano de servicio a Dios y a los demás. De esta virtud se derivan la alegría y la fortaleza para este servicio, y agranda la capacidad de amar del corazón humano.
El Espíritu Santo ejerce, además, una acción especial en el alma que vive con delicadeza esta virtud.
2. La impureza provoca insensibilidad en el corazón, aburguesamiento, egoísmo y, con frecuencia, violencia y crueldad. San Gregorio señala, entre otros efectos de la lujuria, «la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia la vida futura» (Moralia, 31, 45). La impureza incapacita para amar y crea el clima propicio para que se den en la persona todos los vicios y deslealtades. «Ciertamente, la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta el medio sine qua non, una condición imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios (1 Cor 2, 14)» (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 175).
3. Siempre ha enseñado la Iglesia que, con la ayuda de la gracia, se puede vivir esta virtud en todos los momentos y circunstancias de la vida.
La castidad exige una conquista diaria, porque no se adquiere de una vez para siempre y puede haber épocas en que la lucha sea más intensa y haya que acudir con más frecuencia a Dios. Para conquistarla, el cristiano, además de poner los medios humanos necesarios en cada caso (quitar la ocasión, guarda de los sentidos, etc.), ha de recurrir a los medios sobrenaturales, sin los cuales no sería posible: «a la oración, a los sacramentos de la Penitencia y de la Sagrada Eucaristía, y a una devoción ardiente hacia la Santísima Madre de Dios» (Pío XII, Enc. Sacra virginitas).
Otros medios que pueden ayudar a vivir y a acrecentar esta virtud son: evitar la ociosidad, la moderación en la comida y bebida, guardar la vista, cuidar los detalles de pudor y de modestia, evitar las conversaciones sobre cosas impuras, desechar la lectura de libros, revistas o diarios inconvenientes, no acudir a espectáculos que desdicen de un cristiano, huir de las ocasiones, vivir muy bien la sinceridad en la dirección espiritual, olvidarse de sí mismo, etc.
La castidad está muy relacionada con la humildad. La lujuria es uno de los muchos frutos que produce la soberbia.
4. El Señor pide a veces la renuncia a un amor humano en el matrimonio, para tener el corazón libre de ataduras y vivir para Dios y para que el corazón no tenga más ataduras que las del amor a Dios. Todas las posibilidades de amar, que el corazón posee, se reservan para Dios, y para los demás en Dios. Es en Él donde el corazón encuentra su plenitud y su perfección, sin que exista la mediación del amor terreno.
La vocación a un celibato apostólico —por amor al reino de los cielos (cfr. Mt 19, 12) — es una gracia especialísima de Dios, «señal de un amor sin reservas, estímulo de una caridad abierta a todos. Una existencia así., es y debe ser un significativo ejemplo de vida, que tiene como motor y fuerza el amor, en el que el hombre expresa su exclusiva grandeza» (Pablo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus).
Citas de la Sagrada Escritura
1. Pureza de corazón
Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Mt 22, 37.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Mt 5, 8.
Dame, hijo mío, tu corazón, y pon tus ojos en mis caminos. Prov 23, 26.
2. El celibato apostólico
En verdad os digo, ninguno hay que haya dejado casa o padre, o hermanos o esposa o hijos, por amor del Reino de Dios, que no reciba mucho más en este siglo y en el venidero la vida eterna. Lc 18, 29-30.
3. Valor de esta virtud
Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios. Ef 5, 5.
Fuisteis comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios y llevadle en vuestro cuerpo. 1 Cor 6, 20.
No tiene precio la mujer casta. Eclo 26, 20.
El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor. 1 Cor 6, 13.
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? 1 Cor 6, 15.
Huid de la fornicación. ¿Por ventura no sabéis que vuestros cuerpos son miembros del Espíritu Santo? 1 Cor 6, 18-19.
No queráis cegaros: ni los fornicarios. Ni los adúlteros, ni los impúdicos. Han de poseer el reino de Dios. 1 Cor 6, 9-10.
Bien manifiestas son las obras de la carne: adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria [.], sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen no alcanzarán el reino de Dios. Gál 5, 19-21.
En orden a los cobardes [.] y deshonestos [.], su suerte será en el lago que arde con fuego y azufre. Apoc 21, 8.
4. Amar la castidad
Por lo cual, ceñíos los lomos de vuestra mente y, viviendo sobriamente, tened vuestra esperanza completamente puesta en la gracia que os ha traído la revelación de Jesucristo. 1 Pdr 1, 43.
No fornicarás [.]. No desearás la mujer de tu prójimo. Ex 20, 14-17.
La fornicación y toda especie de impureza [.] ni aun se nombre entre vosotros, como corresponde a santos. Ef 5, 3.
Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación; que sepa cada uno usar de su propio cuerpo santa y honestamente. 1 Tes 4, 3-4.
Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No fornicarás. Yo os digo más: cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya pecó en su corazón. Mt 5, 27-28.
Bien manifiestas son las obras de la carne; las cuales son: adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria [.]. Gál 5, 19.
Haced morir en vosotros la fornicación, la impureza, la lascivia, los malos deseos [.]. Lejos de vuestra boca toda palabra torpe. Col 3, 5-8.
Quien desechare a su mujer y tomare otra, comete adulterio. Y si la mujer se aparta de su marido y toma otro es adúltera. Mc 10, 11-12; Mt 19, 9.
Selección de textos
Pureza de corazón y santidad
El fin último de nuestro camino es el reino de Dios; pero nuestro blanco, nuestro objetivo inmediato es la pureza del corazón. Sin ella es imposible alcanzar ese fin (Casiano, Colaciones, 1, 4).
Oísteis que fue dicho a los antiguos: No adulterarás. Pues yo os digo que todo aquel que pusiese los ojos en una mujer para codiciarla, ya cometió adulterio en su corazón con ella. La justicia menor prohíbe cometer adulterio mediante la unión de los cuerpos; mas la justicia más perfecta del reino de los cielos prohíbe cometerlo en el corazón. Y quien no comete adulterio en el corazón, mucho más fácilmente cuida de no cometerlo con el cuerpo (San Agustín, Sobre el Sermón de la Montaña, 1, 23).
No se alcanza de golpe la perfección por sólo desprenderse y renunciar a todas las riquezas y despreciar los honores, si no se añade esta caridad que el Apóstol describe en sus diversos aspectos. En efecto, ella consiste en la pureza de corazón. Porque el no actuar con frivolidad, ni buscar el propio interés, ni alegrarse con la injusticia, ni tener en cuenta el mal, y todo lo demás, ¿qué otra cosa es sino ofrecer continuamente a Dios un corazón perfecto y purísimo, y guardarlo intacto de toda conmoción de las pasiones? (Casiano, Première Conference, 6-7. En Sources chrétiennes, 42, Le Cerf, 1955, p. 84).
No es pequeño el corazón del hombre capaz de abarcar tantas cosas. Si no es pequeño y si puede abarcar tantas cosas, se puede preparar en él un camino al Señor y trazar una senda derecha por donde camine la Palabra, la Sabiduría de Dios. Prepara un camino al Señor por medio de una buena conciencia, allana la senda para que el Verbo de Dios marche por ti sin tropiezos y te conceda el conocimiento de sus misterios y de su venida (Orígenes, Hom. 21 sobre S. Lucas).
Sin la santa pureza no se puede contemplar a Dios
¿Quieres ver a Dios? Escúchalo: bienaventurados los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios. En primer lugar piensa en la pureza de tu corazón; lo que veas en él que desagrada a Dios, quítalo (San Agustín, Sermón sobre la Ascensión del Señor, 2).
¿Y qué cosa más cercana al hombre que su corazón? Allá, en el interior, es donde me han descubierto todos los que me han encontrado. Porque lo exterior es lo propio de la vista. Mis obras son reales y, sin embargo, son frágiles y pasajeras; mientras que yo, su Creador, habito en lo más profundo de los corazones puros (Anónimo del siglo XIII, Meditación sobre la Pasión y Resurrección de Cristo, 38: PL 184, 766).
Ninguna virtud es tan necesaria como ésta (la castidad) para ver a Dios (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 15).
Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas (San León Magno. Sermón 95, sobre las bienaventuranzas).
Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado (San Gregorio de Nisa, Hom. 6, sobre las bienaventuranzas).
Los placeres de la carne, como crueles tiranos, después de envilecer al alma en la impureza, la inhabilitan para toda obra buena (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes, I, 3).
Aunque los ciegos no vean, no por eso deja de brillar la luz del sol [.].
El hombre debe tener un alma pura como un brillante espejo. Una vez que la herrumbre empaña el espejo, el hombre no puede contemplar en él el nítido reflejo de su rostro. Del mismo modo, cuando el pecado se introduce en el hombre, imposibilita a éste para ver a Dios [.] (San Teófilo de Antioquía, Primer discurso a Autólico, 2, 7).
La pureza, íntimamente relacionada con la humildad
No es suficiente el ayuno corporal para conquistar y conservar la castidad perfecta. Contra este espíritu impuro ha de proceder la contrición del corazón, junto con la oración y la reflexión constante de las Escrituras. Hay que unir, además, el conocimiento de las cosas del espíritu y el trabajo, que tienen la propiedad de reprimir la inconstancia y veleidad del corazón. Y, sobre todo, es preciso haber echado sólidos cimientos de humildad (Casiano, Instituciones, 6, 1).
Así como es imposible obtener la pureza si no nos cimentamos antes en la humildad, del mismo modo nadie puede llegar a la fuente de la verdadera ciencia si el vicio de la impureza permanece arraigado en el fondo del alma (Casiano, Instituciones, 6, 18).
El que es casto en su cuerpo, no se gloríe de ello: sepa que de otro le viene la perseverancia en este don (San Clemente, Epíst. a los Corintios, 38, 2).
El sentimiento de altivez que podría producir en nosotros la guarda de una falsa pureza, si descuidáramos la humildad, sería peor que muchos pecados e ignominias. Y cualquiera que fuere el posible grado de perfección en este aspecto, esa soberbia sería causa de que perdiésemos todo el merecimiento de nuestra castidad (Casiano, Colaciones, 4, 16).
Necesaria para ser apóstol
La docilidad de los Magos a esta estrella nos invita a imitar su obediencia y nos impulsa, en la medida de nuestras posibilidades, a servir a esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo. En efecto, quien lleva una vida recta e inmaculada dentro de la Iglesia, y gusta de los bienes de arriba más que de los bienes terrenos (cfr. Col 3, 2), se asemeja, de algún modo, a una luz celeste. Mientras conserva en sí mismo el resplandor de una vida santa, enseña a muchos, lo mismo que una estrella, el camino que conduce a Dios (San León Magno, Sermón 3 para la Epifanía, 1, 2, 3, 5: PL 54, 244).
[.] Sin ser (la pureza) la única ni la primera (virtud), sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 175).
Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas —también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes— pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 177).
Es consecuencia del amor
La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre (Juan Pablo II, Aud. gen. 3-XII-1980).
Donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia (San Agustín, Enguiridio, 117).
(Si el pecado original rompió la armonía de nuestras facultades), la continencia nos recompone; nos vuelve a llevar a esa unidad que perdimos (San Agustín, Confesiones, 10, 29).
La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 5).
El Espíritu Santo ejerce una acción especial en el alma que vive con delicadeza la santa pureza
El Espíritu Santo ejerce una acción especial en todos los hombres que son puros en sus intenciones y afectos (San Basilio, Coment. sobre Isaías, 3).
Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del Paráclito en mi alma (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 130).
Gula y lujuria
Entre la gula y la lujuria existe un parentesco y una analogía peculiares (Casiano, Colaciones, 5, 10).
La gula es la vanguardia de la impureza (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 126).
Mal se podrá contener en la lujuria quien no corrija primero el vicio de la gula (Casiano, Colaciones, 5, 10).
Especial necesidad de los medios sobrenaturales para vivir esta virtud
Cierto que para todo progreso en la virtud y para alcanzar el triunfo sobre un vicio cualquiera se necesita la gracia de Dios y es suya la victoria. Pero hay en la adquisición de la pureza una gracia particular del Cielo, un don especial (Casiano, Instituciones, 6, 6).
Para conservar la castidad no bastan ni la vigilancia ni el pudor. Es necesario también recurrir a los medios sobrenaturales: a la oración, a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y a una ardiente devoción hacia la Santísima Madre de Dios (Pío XII, Sacra virginitas, 25-3-1954).
Que nadie piense que ha adquirido la castidad a base de su trabajo personal. Nadie puede vencer la inclinación de la naturaleza; y por eso, cuando la mala inclinación ha sido vencida, hemos de reconocer que ha habido una intervención de Aquel que está por encima (San Juan Clímaco, Escala del paraíso).
Belleza de la castidad
Es digna de ser amada la belleza de la castidad, cuyo paladeo es más dulce que el de la carne, pues la castidad encierra un fruto muy suave y es la belleza sin mancha de los Santos. La castidad ilumina la mente y da salud al cuerpo (San Isidoro, Sobre el bien supremo, II, 1, 9).
Necesidad de la mortificación. Otros medios
No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía —la valentía de ser cobarde— para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 185).
La castidad no se adquiere de una vez para siempre, sino que es el resultado de una laboriosa conquista y de una afirmación cotidiana (Pablo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, 24-VI-1967, n. 73).
Si vemos así la pureza como fruto y fuente de amor, la consolidaremos en nuestra vida, la amaremos y la custodiaremos en toda su maravillosa extensión y grandeza: Dios nuestro Señor nos pide la pureza de cuerpo, de corazón, de alma y de intención.
La pureza es una virtud frágil, o mejor, llevamos el gran tesoro de esta virtud en vasos frágiles —in vasis fictilibus—; por esto le hace falta una custodia prudente, inteligente y delicada.
Pero para la custodia y para la defensa de esta virtud tenemos armas invencibles: las armas de nuestra humildad, de nuestra oración y de nuestra vigilancia. (S. Canals, Ascética meditada, p. 97).
La pureza del alma está en razón directa de la mortificación del cuerpo. Ambas van a la par. No podemos, pues, gozar de la castidad si no nos resolvemos a guardar una norma constante en la temperancia (Casiano, Instituciones, 5, 9).
(La penitencia) purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne propia al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad (San Agustín, Sermón 73).
A la impureza debemos poner el remedio de la oración. Como los ojos de los siervos están pendientes de las manos de sus señores, así debemos mirar al Señor Dios nuestro, hasta que tenga piedad de nosotros. Sólo Él es purísimo y sólo Él puede limpiar a quien ha sido concebido en pecado. Además, contra nuestros pecados instituyó el remedio de la Confesión, pues este Sacramento todo lo lava (San Bernardo, Hom. en la festividad de todos los Santos, 1, 13).
Si queremos guardar la más bella de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada (Santo Cura de Ars, Sermón sobre la penitencia).
Difícilmente se refrenarán las pasiones ocultas y más violentas de la carne, si [.] se es incapaz de mortificar siquiera un instante las delicias del paladar (Casiano, Colaciones, 5, 11).
No se puede andar haciendo equilibrios en las fronteras del mal: hemos de evitar con reciedumbre el voluntario in causa, hemos de rechazar hasta el más pequeño desamor; y hemos de fomentar las ansias de un apostolado cristiano, continuo y fecundo, que necesita de la santa pureza como cimiento y también como uno de sus frutos más característicos (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 186).
El amor a la Virgen y la santa pureza
Debemos profesar una ferviente devoción a la Santísima Virgen, si queremos conservar esta hermosa virtud; de lo cual no nos ha de caber duda alguna, si consideramos que ella es la reina, el modelo y la patrona de las vírgenes. San Ambrosio llama a la Santísima Virgen señora de la castidad; San Epifanio la llama princesa de la castidad, y San Gregorio, reina de la castidad [.] (Santo Cura de Ars, Sermón sobre la pureza).
Más para guardar inmaculada y perfeccionar la castidad, existe ciertamente un medio, cuya maravillosa eficacia se halla confirmada continuamente por la experiencia de siglos: Nos referimos a una devoción sólida y ardiente hacia la Virgen Madre de Dios. En cierto modo, todos los demás medios se resumen en esta devoción; porque todo el que vive sincera y profundamente la devoción mariana se siente ciertamente inclinado a vigilar, a orar, a acercarse al tribunal de la Penitencia y a la Eucaristía (Pío XII, Sacra virginitas, 57).
La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 504).
La santa pureza y la Sagrada Eucaristía
Cuanto más pura y más casta sea un alma, tanto más hambre tiene de este Pan, del cual saca la fuerza para resistir a toda seducción impura, para unirse más íntimamente a su Divino Esposo: Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí, y yo en él (León XIII, Enc. Mirae caritatis, 28-V-1902).
Es virtud para todos
¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? Y eso que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad son propias sólo de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así, cuando dijo el que mira a una mujer para desearla (Mt 5, 28), no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle. Yo no te prohíbo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Sólo quiero que se haga con templanza, no con impudor, no con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley que os vayáis a los montes y desiertos, sino que seáis buenos, modestos y castos aun viviendo en medio de las ciudades (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 7, 7).
[.] Cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma —soltero, casado, viudo, sacerdote— ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 184).
La castidad, sin la caridad, es «lámpara sin aceite»
Aunque la castidad sobresalga de modo eminente, sin la caridad no tiene valor ni mérito. La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite (San Bernardo, Trat. sobre costumbres y ministerios de los obispos, 3, 8).
Pecados y vicios que se originan de la lujuria
(La lujuria origina) la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, la inconstancia, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia el mundo futuro (San Gregorio Magno, Moralia, 31, 45).
¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza. Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están paralíticos y como locos (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 181).
Especialmente el fuego de la lujuria prende en seguida allí donde halla el veneno de la ira, que es como su excitante inmediato (Casiano, Instituciones, 6, 23).
Quien no sabe dominar su concupiscencia es como caballo desbocado, que en su violenta carrera atropella cuanto encuentra, y él mismo, en su desenfreno, se maltrata y hiere (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes, III, 5).
[.] Se sigue un doble acto desordenado. El primero hace referencia al fin, y es el egoísmo, que busca un placer desordenado y es causa del odio a Dios, impidiendo, con la misma fuerza de la concupiscencia, el amor de Dios. El segundo hace referencia a los medios, y es la complacencia en la vida presente, en la que se encuentra el placer, junto con la desesperación de la vida futura; pues quien no reprime los placeres carnales no se preocupa de adquirir los espirituales, sino que siente fastidio de ellos (Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 153, a. 5 c).
Son individuos infelices, y de nuestra parte —además de las oraciones por ellos— brota una fraterna compasión, porque deseamos que se curen de su triste enfermedad; pero, desde luego, no son jamás ni más hombres ni más mujeres que los que no andan obsesionados por el sexo (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 179).
Crear un clima favorable a la castidad
Queremos en esta ocasión llamar la atención de los educadores y de todos aquellos a quienes incumbe una especial responsabilidad en orden al bien común de la convivencia humana, sobre la necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad, es decir, al triunfo de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden moral.
Todo lo que en los medios modernos de comunicación social conduce a la excitación de los sentidos, el desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía y de espectáculos licenciosos, debe suscitar la franca y unánime reacción de todas las personas, solícitas del progreso de la civilización y de la defensa de los supremos bienes del espíritu humano. En vano se trataría de buscar justificación a estas depravaciones con el pretexto de exigencias artísticas o científicas, o aduciendo como argumento la libertad concedida en este campo por las autoridades públicas (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 22).
El celibato «por amor al reino de los cielos»
La continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos recomendada por Jesucristo Señor Nuestro, gozosamente abrazada y laudablemente observada por no pocos cristianos a través de los tiempos y también en nuestros días, siempre ha sido tenida en mucho por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal (Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16).
[.] Lo mismo que en el amor humano, la plenitud de amor que lleva consigo el celibato exige una renovación realizada cada día en una renuncia alegre de sí mismo (A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, p. 94).
Tú, cultiva la vida afectiva, porque son reprendidos los que carecen de afecto, y con un sentimiento sano di: ¿Quién se pone enfermo que yo no desfallezca? (San Agustín, Coment. sobre el Salmo 55).
Por la ley del celibato, el sacerdote, lejos de perder por completo el deber de la verdadera paternidad, lo realza hasta lo infinito, puesto que engendra hijos no para esta vida terrenal y perecedera, sino para la celestial y eterna (Pío XII, Menti nostrae).
Si se considera que el Amor encarnado entre los hombres evitó cualquier atadura humana —por justa y noble que fuese— que pudiera en algún momento dificultar o restar plenitud a su total dedicación ministerial, se comprende bien la conveniencia de que el sacerdote haga lo mismo, renunciando libremente —por el celibato— a algo en sí bueno y santo, para unirse más fácilmente a Cristo con todo el corazón (cfr. Mt 19, 12; 1 Cor 7, 32‑34), y por Él y en Él dedicarse con más libertad al entero servicio de Dios y de los hombres (A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, p. 79).
La respuesta a la vocación divina es una respuesta de amor al amor que Cristo nos ha demostrado de manera sublime (Jn 15, 13; 3, 16); ella se cubre de misterio en el particular amor por las almas, a las cuales El ha hecho sentir sus llamadas más comprometedoras (cfr. Mc 10, 21). La gracia multiplica con fuerza divina las exigencias del amor, que, cuando es auténtico, es total, exclusivo, estable y perenne, estímulo irresistible para todos los heroísmos. Por eso la elección del sagrado celibato ha sido considerada siempre en la Iglesia «como señal y estímulo de caridad» (L. G. n. 42); señal de un amor sin reservas, estímulo de una caridad abierta a todos (Pablo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, n. 24).
Así el sacerdote, muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallará la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque, como Él y en Él, ama y se da a todos los hijos de Dios (Pablo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, n. 30).
El Sacerdote, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad y casi otra maternidad, recordando las palabras del Apóstol sobre los hijos, que él engendra en el dolor. Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de cuantos puede abrazar una simple familia humana. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y el Concilio enseña que es universal: está dirigida a toda la Iglesia y, en consecuencia, es también misionera. Normalmente, ella está unida al servicio de una determinada comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor. El corazón del Sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo el sacerdocio jerárquico, o sea «ministerial», está —según la tradición de nuestra Iglesia— más estrechamente ordenado al sacerdocio común de los fieles. (Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, n. 8).
El pudor y la modestia, «hermanos pequeños de la pureza»
El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga en ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes. El pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aun la más leve; obliga con todo cuidado a evitar la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo, que es miembro de Cristo (Pío XII, Enc. Sacra virginitas, 25-III-1954).
El pudor y la modestia son hermanos pequeños de la pureza (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 128).
Léase en la Hassio SS. Perpetua et Felicitáis —considerada justamente como una de las joyas más preciadas de la antigua literatura cristiana— que, cuando en el anfiteatro de Cartago la mártir Vibia Perpetua, lanzada al aire por una ferocísima vaca, cayó sobre la arena, su primer cuidado y su primer ademán fue arreglarse bien su túnica, que se le había abierto al costado, para recubrirla «pudoris potius memor quam doloris», mas solícita del pudor que del dolor (Pío XII, Aloc. 6-X-1940).
Este huerto no lo asaltan los ladrones, porque lo defiende el muro infranqueable del pudor. Y como en la heredad cercada de recia valla rinden copiosos frutos la vida y el olivo, y difunde la rosa sus perfumes, así en este místico jardín abundan los frutos de la religión (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes, I, 45).
La moda y la modestia deberían andar y caminar siempre juntas, como dos hermanas, pues que ambos vocablos tienen la misma etimología, del latín modas, que es tanto como recta medida, más acá o más allá de la cual no puede ya encontrarse lo justo (Pío XII, Aloc. 6-X-1940).
Todos los años sube al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua, pero acompañada de José, su casto esposo, que es enseñar a las vírgenes a escudar su virginidad con el pudor, amparo a que debe acogerse quien quiera conservarla sin quebranto en esta vida (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes, 2, 14).
Cristo está presente en todas partes. Y si nos preguntáis cómo lo llevaréis, os contestamos que principalmente con vuestra modestia cristiana. Sin gazmoñerías ni encogimientos, con buen ánimo y decisión, imponed por doquier el buen tono de vuestro recato y vuestro pudor, como exteriorización natural de vuestra piedad (Pío XII, Aloc. 1-VII-1951).
Fernández-Carbajal, Francisco. Antología de textos. Madrid; ediciones Palabra 1984, 5ta edición. Término “Castidad” (pp. 222-238).
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