viernes, 2 de diciembre de 2011

LA VOCACIÓN SACERDOTAL

Meditaciones del Cardenal Joseph Ratzinger sobre el sacerdocio
«Pero, ¿cuál es la tarea del sacerdote? ¿Para qué recibe la ordenación? Los dos textos del Nuevo Testamento que acabamos de oír (1Pe 5,1-4; Mt 20,25-28) describen su tarea con una parábola: él ha de ser el pastor. Él ha de ser un servidor. Al fondo se halla la figura de Jesucristo, el verdadero Pastor. En el antiguo Oriente, la palabra "pastor" servía para designar al rey. De este modo los reyes expresaban todo el desprecio que abrigaban hacia su pueblo y toda la ambición de poder por la que se regían: los pueblos no eran para ellos más que ovejas, de las que ellos como pastores disponían como mejor les parecía. Jesús, el Hijo de Dios, es el verdadero Pastor, al que pertenecen las ovejas porque son sus creaturas. Y las ama, porque le pertenecen; y quiere lo mejor para ellas. Las apacienta empleando para ello su propia vida. Dicho sin metáforas, quiere decir que Jesús ha mostrado a los hombres cómo han de vivir. Les ha mostrado la verdad, de la que el hombre tiene tanta necesidad como del pan. Les ha regalado la vida, de la que tienen tanta necesidad como del agua de cada día. Y como su palabra no fue suficiente, se entregó a sí mismo: garantizó su palabra con su propia sangre y su propia vida.

El sacerdote debe ser el pastor, igual que Cristo. ¿Cómo lo será? En primer lugar, el sacerdote no es un oficinista, encargado de registros y de decisiones administrativas. Es cierto que siempre tendrá que realizar tareas de este tipo, pero no son éstas las principales, no es eso lo suyo específico; otros podrán y deberán ayudarle en ese cometido. Ser pastor al servicio de Jesucristo es algo más. Es llevar a los hombres a Jesucristo, es decir, a la verdad, al amor y al sentido que necesitan en sus vidas. Pues el hombre tampoco hoy vive sólo de pan y de dinero. Y ese llevarlos hasta Jesucristo, hasta la verdad que les da sentido, sucede en la transmisión de las palabras de Jesucristo y en los sacramentos en los que el Señor nos sigue dando su vida.
Palabra y sacramento son las dos tareas principales del sacerdote; esto suena muy trivial, pero encierra una riqueza capaz de colmar una vida entera. Tenemos en primer lugar la palabra. Lo primero que se nos ocurre es preguntar: ¿y qué es la palabra? No cuentan más que los hechos, las palabras no son nada. Pero quien reflexione más detenidamente, verá la fuerza de la palabra, que produce realidades: una sola palabra falsa puede destrozar una vida entera, puede manchar de modo irrevocable el nombre de una persona. Una sola palabra llena de bondad puede cambiar la vida de un hombre, cuando ninguna otra cosa puede ayudarle. Por eso debemos tener bien claro que es muy importante para la humanidad que en ella no se hable tan sólo de dinero y de guerra, de poder y de provecho; que no exista tan sólo el parloteo de cada día, sino que se hable de Dios y de nosotros mismos, de aquello que hace del hombre un verdadero hombre. Un mundo en el que esto no suceda se convertirá en un mundo inmensamente aburrido y vacío, sin consuelo y sin camino. Hoy estamos experimentando cómo la vida se convierte para el hombre en aburrimiento y contrasentido por más que tenga cuanto pueda desear. Los hombres de hoy ya no saben qué han de hacer, ni qué deben dejar de hacer. El hombre se convierte en un ser sin sentido, incapaz de soportarse a sí mismo. Continuamente ha de estar encontrándose a sí mismo, y no tiene tiempo para hacerlo; no encuentra más que aburrimiento y mezquindad. Por eso se comprende lo que significa cuando decimos que nuestros niños han de aprender a vivir, no sólo a leer y contar. Pues todos los números y las letras de nada les servirán si no saben para qué los aprenden, si no saben para qué estamos sobre la tierra, y ese saber les proporciona libertad, alegría y bondad.

Junto al servicio de la palabra está también el del sacramento. Los sacramentos abarcan la vida entera e intentan hacérnosla visible en las manos de la Madre Iglesia, en las manos del Señor. Goethe describió una vez, casi con melancolía, el modo como los sacramentos de la Iglesia abarcan y transforman todos los momentos importantes de la vida, desde el nacimiento hasta la difícil hora de la última despedida. Precisamente por razón del sacramento se convierte el sacerdote en un acompañante a lo largo de todo el camino de la vida, que está presente en todas las grandes decisiones, que en definitiva sólo pueden ser bien tomadas si Dios nos da la mano.

Detengámonos ahora en dos sacramentos decisivos en la vida del sacerdote: el sacramento de la confesión y el sacramento de la Eucaristía. La práctica de la confesión ha disminuido notablemente; pero esto no cambia en nada el hecho de que hoy sigue habiendo culpa y seguimos estando necesitados de perdón. El hecho de que un hombre tenga que arrepentirse significa que a lo largo del año necesita de vez en cuando no echar la culpa a los demás sino reflexionar sobre sí mismo; ver su culpa y confesarla; reconocer que es culpable, que ha cometido faltas. Y el hecho de que exista perdón significa que se puede volver a empezar, que existe un poder con facultadad para decir: vete, tus pecados te son perdonados, Y nosotros en ese perdón de Dios debemos aprender a perdonar, pues un mundo sin perdón no sería más que un mundo de destrucción mutua. Poder pronunciar las palabras del perdón es una de las más hermosas y más difíciles tareas del sacerdote: a veces es agobiante ser el lugar en el que se deposita toda la suciedad de la humanidad. Y sin embargo es una actividad llena de esperanza, es saber que todo puede ser transformado, que el hombre puede transformarse.
El culmen diario de la vida sacerdotal es el sacramento de la Eucaristía, la misteriosa fusión de cielo y tierra que en ella se produce. Dios nos invita a su mesa, quiere que seamos sus invitados. Y es Él mismo quien se nos da, el don de Dios es Dios mismo. La Eucaristía es la santa fiesta que Dios nos regala por más pobres que sean las condiciones exteriores: se trata de la ruptura de lo cotidiano, Dios está celebrando con nosotros una fiesta. Y esta fiesta de Dios es más que todo el tiempo libre de que dispongamos, tiempo libre que es vacío en cuanto no tiene una fiesta que nosotros mismos somos incapaces de hacer. Pero reflexionemos en esto: la fiesta procede del sacrificio; sólo el grano de trigo muerto produce fruto. El centro de la vida sacerdotal es el sacrificio de Jesucristo. Y nosotros somos necesarios para la celebración de este sacrificio, se precisa de la colaboración de nuestro sacrificio. Para el sacerdote esto significa que no puede realizar auténticamente su servicio sin sacrificio, sin el esfuerzo de la renuncia a sí mismo aprendida con paciencia: esto lo acabamos de oír en el Evangelio. Seguir a Cristo significa seguir a aquel que ha venido a servir y a entregarse a sí mismo. Ahí está la grandeza y la dificultad de la tarea sacerdotal. Nunca la llevará del todo a cabo, pues el siervo no está por encima del señor. Y solamente podrá realizarla si está sostenido por una ayuda, la fe y la oración de los demás; pues, en efecto, nuestra vida de cristianos depende también de los demás y cada Eucaristía es una llamada a ese ser-los-unos-para-los-otros.» (Cardenal Joseph Ratzinger, Al Servicio del Evangelio. Meditaciones sobre el sacerdocio de la Iglesia, Vida y Espiritualidad, Lima 2003, pp. 19-26)



Anotaciones sobre la vocación sacerdotal en el Catecismo de la Iglesia Católica
Vocación sacerdotal del Pueblo de Dios
«Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: "Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre'. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 783)

El único sacerdocio de Cristo
«Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tim 2,5). Melquisedec, "sacerdote del Altísimo" (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20), "santo, inocente, inmaculado" (Hb 7,26), que, "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1544)

«El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos, S. Tomás de A., Hebr. 7,4.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1545)

Dos modos de particiar en el único sacerdocio de Cristo
«Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6; cf Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9.). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser... un sacerdocio santo" (LG 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1546)
«El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo". ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1547)

In persona Christi Capitis...
En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa «in persona Christi Capitis»:

El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquél es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa ("virtute ac persona ipsius Christi") (Pío XII, enc. "Mediator Dei").
"Christus est fons totius sacerdotii: nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya", S. Tomás de A., s. th. 3,22,4).» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1548)
«Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de S. Ignacio de Antioquía, el obispo es "typos tou Patros", es imagen viva de Dios Padre.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1549)

Otros aspectos importantes
«El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1120).

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