A. Tanquerey, S.J.
De la castidad[1]
1100. 1o Noción. La castidad tiene por fin reprimir toda clase de desorden en los goces voluptuosos. Estos goces no tienen más que un fin, que es perpetuar el linaje humano transmitiendo la vida por medio del uso legítimo del matrimonio. Fuera de eso, toda clase de voluptuosidad está prohibida.
Dícese con razón ser la castidad una virtud angélica, porque nos asemeja a los ángeles, que son puros por su naturaleza. Es una virtud austera, porque no se consigue llegar a practicarla sino disciplinando y domando el cuerpo con sus sentidos por medio de la mortificación. Es una virtud delicada, a la que ofenden las más ligeras faltas voluntarias; y, por lo mismo, difícil, porque no se la puede guardar sino luchando con valor y constancia contra la más tiránica de las pasiones.
1101. 2o Grados.
1) Tiene sus grados: el primero consiste en evitar cuidadosamente el consentir todo pensamiento, imaginación, sensación u obra contraria a la dicha virtud.
2) El segundo tiende a rechazar inmediata y enérgicamente todo pensamiento, imagen o impresión que pudiera afear el brillo suyo.
3) El tercero, que no se consigue generalmente sino tras largos trabajos en la práctica del amor de Dios, consiste en dominar de tal suerte los sentidos y el pensamiento, que, cuando hubiéremos de tratar, por obligación, de cuestiones referentes a la castidad, lo hagamos con tal sosiego y tranquilidad como si se tratara de cualquier otra materia.
4) Por último, no sino por un privilegio especial se puede llegar a no tener movimiento alguno desordenado, como se cuenta de Santo Tomás, después de su victoria en una ocasión muy crítica.
1102. 3o Especies. Hay dos especies de castidad: la conyugal, a la que están obligados los casados legítimamente, y la continencia, que corresponde a los que no lo están. Después que digamos brevemente la primera, insistiremos sobre la segunda, especialmente en lo que atañe a los que están sujetos al celibato religioso o eclesiástico.
I. De la castidad conyugal
1103. 1o Principio. Los esposos cristianos han de tener siempre presente que, según la doctrina de S. Pablo, el matrimonio cristiano es símbolo de la unión que existe entre Cristo y su Iglesia: «Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla»[2]... Han de amarse, pues, respetarse y santificarse mutuamente (n.591). El primer efecto de ese amor es la unión indisoluble de corazones, y, por consiguiente, la inviolable fidelidad del uno al otro.
1104. 2o Fidelidad mutua.
a) Traeremos aquí las frases de S. Francisco de Sales, que compendian su pensamiento sobre esta materia[3].
«Conservad, pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a vuestras esposas... Si queréis que os sean fieles vuestras esposas, enseñadles la lección con vuestro ejemplo. ¿Con qué cara queréis, decía S. Gregorio Nacianceno[4], pedir honestidad a vuestras mujeres, viviendo en deshonestidad vosotros?» «Mas vosotras, mujeres, cuya honra está inseparablemente unida con la pureza y honestidad, conservad celosamente vuestra gloria, y no permitáis que disolución alguna, sea la que fuere, amancille la blancura de vuestra reputación. Temed cualquiera invasión, por pequeña que sea; nunca permitáis que os anden alrededor los galanteos; tened por sospechoso a cualquiera que entre alabando vuestra belleza y vuestra gracia...; pero, si a estas alabanzas añade algunos desprecios de vuestro marido, ése os ofende mucho, pues claro está que, no solamente quiere perderos, sino que os juzga ya medio perdida, y que ya está medio hecho el trato con el segundo comprador cuando se está disgustado con el primero».
b) No hay cosa que más asegure la mutua fidelidad, que el ejercicio de la verdadera devoción, en especial el rezo en común.
«Por esto las mujeres han de desear que sus maridos estén confiados con el azúcar de la devoción, porque el hombre sin devoción es un animal severo, áspero y duro; y los maridos también han de desear que sus mujeres sean devotas, porque la mujer sin devoción es sumamente frágil, y está expuesta a descaecer o mancillar su virtud».
c) «Por lo demás, han de tener tanta condescendencia uno con otro, que jamás se enfaden los dos a un mismo tiempo, para que nunca haya disensión ni disputa». Si uno de los dos se encolerizase, permanezca el otro tranquilo para que se firme la paz lo más pronto posible.
II. De la continencia o del celibato
1107. La continencia absoluta es un deber para todos aquellos que no están casados legítimamente. Han de guardarla todos antes del matrimonio, así como también, después de él, los que se hallaren en el santo estado de la viudez[8]. Pero hay además almas escogidas que sintieron vocación de guardar continencia durante toda la vida, ya dentro del estado religioso, ya en el sacerdocio, ya también en medio del mundo. A todos éstos conviene demos reglas especiales para que puedan guardar perfecta pureza.
La castidad es una virtud frágil y delicada que no puede conservarse si no se hallare protegida por otras virtudes; es una fortaleza que ha menester de fuertes avanzadas que la defiendan. Éstas son cuatro: 1o la humildad, que hace desconfiar de sí mismo y huir de las ocasiones peligrosas; 2o la mortificación, que, castigando el amor al deleite, ataca al mal en su raíz; 3o la aplicación al cumplimiento de las propias obligaciones, que previene los peligros de la ociosidad; 4o el amor de Dios, que, llenando el corazón, le desocupa de peligrosas aficiones. En el centro de este cuadro de defensa, el alma puede, no solamente rechazar los ataques del enemigo, sino perfeccionarse en la pureza.
1o LA HUMILDAD, GUARDIANA DE LA CASTIDAD
1108. Esta virtud produce tres disposiciones principales en el alma, que la defienden de muchos peligros: la desconfianza de sí misma y la confianza en Dios; la huida de las ocasiones peligrosas, y la sinceridad en la confesión.
A) La desconfianza de sí mismo, junta con la confianza en Dios. Es cierto que muchas almas caen en la impureza por soberbia y presunción. S. Pablo lo hace notar a propósito de los filósofos paganos, que, vanagloriándose de su sabiduría, se dejaron llevar de toda clase de vicios torpes: «Propterea tradidit illos Deus in pasiones ignominiae...»[9].
Explícalo Olier de la siguiente manera: «Dios, que no puede sufrir la soberbia del alma, humíllala hasta lo más hondo; y, para que el alma entienda cuán flaca es y que no puede nada por sí para resistir al mal y mantenerse en el bien..., permite que sea atormentada con horribles tentaciones, y aun, a veces, que caiga hasta lo más hondo, porque son las más vergonzosas de todas y causan después en el alma mayor confusión». Cuando, por el contrario, estamos convencidos de que no podemos ser castos por nosotros mismos, decimos de continuo al Señor la humilde oración de S. Felipe Neri: «Dios mío, nos os fiéis de Felipe; porque os hará traición».
1109. a) Esa desconfianza ha de ser universal: 1) es necesaria para los que antes cometieron faltas graves; porque volverá la crisis, y, sin la gracia, estarán expuestos a sucumbir de nuevo; no lo es menos para los que conservaron la inocencia; porque sobrevendrá la crisis un día u otro, y será tanto más temible cuanto que no se tiene experiencia de la lucha. 2) Ha de perseverar hasta el fin de la vida: No era muy joven Salomón cuando se dejó arrastrar por el amor a las mujeres; viejos fueron los que tentaron a la casta Susana; el demonio que ataca en la edad madura, es mucho más temible, porque creemos tenerle vencido; y muestra la experiencia que, mientras quede en nosotros un poco del calor vital, el fuego de la concupiscencia, debajo de las cenizas, enciéndese a veces con nuevo ardor. 3) Aun las almas más santas han menester de ella; porque desea el demonio hacerlas caer más que a las almas corrientes, y les tiende lazos más astutos. Así lo advierte S. Jerónimo[10], y concluye diciendo que nadie debe confiar en haber pasado largos años en castidad, ni tampoco en la santidad, ni en la ciencia[11].
1110. b) Esta vigilancia ha de ir junta con una absoluta confianza en Dios. Porque no permitirá Dios que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas; ni nos pedirá cosa alguna imposible; porque, o nos dará inmediatamente la gracia de vencerlas, o la de oración para alcanzar gracia más eficaz[12].
«Hemos, pues dice Olier [13], de recogernos interiormente con Jesucristo para hallar en él la gracia de resistir a la tentación... Quiere que seamos tentados para que, conociendo así nuestra flaqueza y la necesidad que tenemos de su auxilio, nos recojamos en él para tomar las fuerzas que nos faltan.» Cuando apretare mucho la tentación, convendrá ponerse de rodillas, y levantar las manos al cielo para invocar el auxilio divino: «Digo, añade Olier, que se han de levantar las manos al cielo, no sólo porque esa postura es a propósito para orar al Señor, sino también como expresa penitencia, para no llegar las manos al cuerpo durante todo ese tiempo, y estar dispuesto a sufrir todos los martirios interiores y todos los zarpazos de la carne y aun del demonio, antes que llegarlas».
Después de haber tomado todas esas precauciones, podemos estar seguros del auxilio de Dios: «Fidelis est Deus qui non patietur vos tentari supra id quod potestis, sed faciet etiam cum tentatione proventum». No se ha de temer mucho la tentación antes de que venga, porque sería llamarla; ni tampoco cuando está encima, porque, apoyados en Dios, seremos invencibles.
1111. B) La huida de las ocasiones peligrosas. a) La mutua simpatía que existe entre los dos sexos es causa de peligrosas ocasiones para los que profesan el celibato; se han de suprimir los encuentros inútiles, y prepararse para rechazar el peligro, cuando estos encuentros son inevitables[14]. Por esa razón no ha de hacerse la dirección espiritual de las mujeres sino en el confesionario, como dijimos, n. 546. Dos cosas hemos de poner siempre a salvo: nuestra virtud y nuestra reputación; la una y la otra exigen recato extremado. b) Los niños de agradable aspecto y de carácter risueño y afectuoso, pueden convertirse en ocasión peligrosa; porque gusta contemplarlos y acariciarlos, y, si no se está alerta, podemos propasarnos a familiaridades que turben los sentidos. Es ésta una advertencia que no ha de pasarse por alto, un aviso que Dios nos envía para darnos a entender que ya es tiempo de detenernos, si no es que fuimos ya demasiado lejos. Tengamos siempre presente que esos niños tienen cada cual su ángel de la guarda, que contempla a Dios cara a cara; que son templos vivos de la Santísima Trinidad y miembros de Cristo. Entonces será más fácil tratarlos con santo respeto, aun mostrándoles mucho cariño.
1112. c) En general la humildad nos mueve a huir del deseo de gozar, que es el camino, ¡ay! para muchas caídas. Dicho deseo, que nace a la vez de la vanidad y de la necesidad de cariño, se manifiesta en un cuidado exagerado de la persona, en los menudos pormenores del adorno personal, en posturas lánguidas y afectadas, en un habla dulce, en miradas afectuosas, en la costumbre de alabar a las gentes por sus dotes exteriores[15]. Estas maneras son muy mal vistas, especialmente en los clérigos jóvenes, en los sacerdotes y en los religiosos. Pronto corre peligro su fama, y ojalá que puedan detenerse en la pendiente antes de que corra peligro su virtud.
1113. C) La humildad, por último, nos da, en el trato con nuestro director, una franqueza de corazón que es muy necesaria para evitar los lazos del enemigo.
En la regla trece para el discernimiento de espíritus, nos dice con razón S. Ignacio que, «cuando el enemigo de natura humana trae sus astucias y suasiones a la ánima justa, quiere y desea que sean rescebidas y tenidas en secreto. Mas cuando las descubre a su buen confesor, o a otra persona espiritual que conozca sus engaños y malicias, mucho le pesa, porque colige que no podrá salir con su malicia comenzada, en ser descubiertos sus engaños manifiestos»[16]. Especialmente se aplica a la castidad ese sabio consejo cuando manifestamos con sencillez y humildad esas tentaciones a nuestro director, quedamos avisados a tiempo de los peligros a que nos exponemos, aplicamos los medios que nos indica, y, tentación descubierta es tentación vencida. Pero, si confiados en nuestras propias luces, no decimos nada de lo que nos pasa, con pretexto de que no es pecado, fácilmente caeremos en los lazos del seductor.
2o LA MORTIFICACIÓN, GUARDIANIA DE LA CASTIDAD
Ya expusimos la necesidad y las prácticas principales de la mortificación, nn. 755-790. Recordaremos aquí lo que directamente se refiere a nuestro sujeto. Como el veneno de la impureza se entra por todos los resquicios, se han de mortificar los sentidos exteriores, los interiores y los afectos del corazón.
1114. A) El cuerpo, como dijimos, n. 771 ss., ha menester de ser disciplinado y castigado para que esté sumiso al alma: «Castigo corpus meum et in servitutem redigo, ne forte cum aliis praedicaverim ipse reprobus effician».
De este principio se deduce la necesidad de la sobriedad, y, a veces, del ayuno o de algunas prácticas exteriores de penitencia; como también la necesidad, en ciertas ocasiones, sobre todo en la primavera, de un régimen emoliente para aplacar el bullir de la sangre y los ardores de la concupiscencia. No se ha de descuidar cosa alguna para asegurar el dominio del alma sobre el cuerpo. Nunca se ha de dormir demasiado; en general no debemos quedarnos en el lecho de mañana, cuando nos despertamos y no podemos volver a dormirnos.
Cada uno de los sentidos del cuerpo ha menester de ser mortificado.
1115. a) El santo Job había hecho pacto con sus ojos para no mirar jamás a quienes pudieran ser para él materia de tentación: «Pepigi foedus cum oculis meis ut ne cogitarem quidem de virgine»[17]. El Eclesiástico recomienda mucho que no se mire a las muchachas mozas, y que se aparte la vista de la mujer compuesta; «porque muchos se perdieron por la hermosura de la mujer, y con ella se enciende como un fuego la concupiscencia»[18]. Todos esos consejos son muy psicológicos: porque la vista excita la imaginación, enciende el deseo, éste inclina a la voluntad, y, si la voluntad consiente, entra el pecado en el alma.
1116. b) La lengua y el oído se mortifican con el recato en las conversaciones. Este recato no existe muchas veces ni aun entre la gente cristiana: la costumbre de leer novelas, y de ir al teatro, es causa de que se hable con harta licencia de muchas cosas que se debieran callar; también gusta mucho la gente de estar al corriente de algunos escandalillos mundanos; muchas veces agrada el platicar acerca de cosas más o menos escabrosas. Cierta malsana curiosidad nos mueve a deleitarnos con esas historias y murmuraciones; toma pasto de ello la imaginación, represéntase por menudo las escenas descritas, conmuévense los sentidos, y suele acabar la voluntad deleitándose pecaminosamente en ello. Por esa razón clama S. Pablo contra las malas compañías, como contra un manantial de depravación: «corrumpunt mores bonos colloquia prava»[19]. Y añade: «Ni tampoco palabras torpes, ni truhanerías, ni bufonadas»[20]. Enseña la experiencia que muchas almas puras fueron pervertidas por la curiosidad malsana que excitaron conversaciones imprudentes.
1117. c) El tacto es el sentido especialmente peligroso, n. 879.
Bien lo había entendido el abate Perreyve, cuando escribía[21]: «Más que nunca, Señor, os consagro mis manos; os las consagro hasta hacer escrúpulo de la menor cosa. Estas manos, que recibirán dentro de tres días la consagración sacerdotal. Dentro de cuatro habrán tocado, sostenido y alzado vuestro cuerpo y vuestra sangre. Quiero respetarlas, venerarlas como instrumentos sagrados para vuestro servicio y altar»... Quien se acuerde de que por la mañana tuvo en sus manos al Dios de toda santidad, siéntese más inclinado a guardarse de todo cuanto pudiere mancillar su pureza. Mucho recato, pues, consigo mismo; mucho recato con los demás; guardemos con todos las leyes de la cortesía, pero jamás nos propasemos a manifestarles con ellas un apasionado sentimiento que pudiera descubrir una afición desordenada. A un sacerdote, que preguntaba si estaría bien que tomara el pulso a una moribunda, le respondió S. Vicente: «Es menester guardarse de hacerlo así, porque el maligno espíritu puede valerse de ese pretexto para tentar al moribundo o moribunda. En ese trance el demonio echa mano de todos los tiros para atrapar a un alma... No oséis tocar jamás a moza ni a vieja, con ningún pretexto»[22].
1118. B) No menor daño que los exteriores pueden causarnos los sentidos interiores, y, aunque andemos con los ojos bajos, no dejan de perseguirnos recuerdos importunos y asediadoras imágenes. Doliase de ello S. Jerónimo en medio de la soledad, cuando, a pesar del ardor del sol y de la pobreza de su celda, se sentía transportado por la imaginación en medio de las delicias de Roma[23]. Por eso recomienda con ahínco que se rechacen inmediatamente las imaginaciones de esa clase: «Nolo sinas cogitationes crescere... Dum parvus est hostil, interfice; nequitia, ne zizania crescant, elidatur in semine»[24]. Es necesario ahogar al enemigo antes de que se haga mayor, y arrancar la cizaña antes de que crezca; si así no se hiciere, pronto el alma será invadida y asediada por la tentación, y el templo del Espíritu Santo se convertirá en nido de demonios; «ne post Trinitatis hospitium, ibi daemones saltent et sirenae nidificent»[25].
1119. Para evitar esas imaginaciones peligrosas, es muy conveniente no leer novelas ni comedias donde se describan al vivo y con demasiada realidad las pasiones humanas, especialmente la del amor. Tales descripciones no pueden menos de poner turbación en la imaginación y en los sentidos; tornan con persistencia en los ratos de sosiego soñador, visten la tentación con formas más vivas y seductoras, y, a veces, arrancan el consentimiento. Como advierte San Jerónimo, piérdese la virginidad, no solamente por actos exteriores, sino también por actos interiores: «Perit ergo et mente virginitas»[26].
Además los santos nos exhortan a mortificar las imaginaciones y ensueños inútiles. Muestra realmente la experiencia que, tras estos sueños vanos, vienen representaciones sensuales y dañinas, y, por ende, si queremos evitar estas últimas, no debemos pararnos voluntariamente en aquellas. De esta manera, poco a poco, acabaremos por someter la imaginación al servicio de la voluntad.
Esto es especialmente necesario para el sacerdote, que, por razón de su misma profesión, ha de oír confidencias en materias delicadas. Cierto que tiene la gracia de estado para no complacerse en ellas, pero con la condición de que, una vez fuera del confesionario, no vuelva a pensar voluntariamente en lo que oyó; porque, de lo contrario, correrá fuerte peligro su virtud, y Dios no tiene obligación de acudir en auxilio de los imprudentes que se lanzan al peligro; «qui amat periculum in illo peribiti»[27].
1120. C) También hemos de mortificar igualmente el corazón. Es éste una de nuestras más nobles potencias, pero también de las más expuestas al peligro. Por los votos, o por el sacerdocio, consagramos nuestro corazón a Dios, y renunciamos a los goces del hogar. Mas no por eso queda el corazón cerrado al afecto, y, aunque recibimos gracias especiales para mortificarle, éstas son gracias de combate que exigen de nuestra parte mucha vigilancia y esfuerzo.
Además de los peligros comunes, hállalos especialmente cl sacerdote en el ejercicio de su ministerio. Aficiónase inconscientemente el corazón a aquellos a quienes se hace el bien; y éstos se sienten movidos por su parte a mostrarnos su agradecimiento. De aquí nacen aficiones mutuas, sobrenaturales en sus comienzos, pero que, si no estamos alerta, se convierten fácilmente en naturales, sensibles, absorbentes. Porque es muy cómodo padecer ilusión: «Muchas veces, dice S. Francisco de Sales, creemos que amamos a una persona por Dios, y la amamos por nosotros; decimos amarla por Dios, pero en realidad, por el consuelo que hallamos en nuestro trato con ella». Un texto célebre, atribuido a S. Agustín, nos dice los grados sucesivos por los que pasa el amor de espiritual a carnal: «Amor spiritualis generat affectuosum, affectuosus obsequiosum, obsequiosus familiarem, familiaris carnalem».
1121. Para evitar tamaña desdicha, es menester examinarse de vez en cuando para ver si advertimos en nosotros alguna de las señales características del amor sensible. El P. Valuy las resume así[28]: «Cuando el aspecto exterior de una persona comienza a cautivar nuestras miradas, y su trato simpático altera y hace palpitar al corazón. Saludos tiernos, palabras tiernas, miradas tiernas, algunos regalillos repetidos... No sé qué clase de sonrisas mutuas que dicen más que las palabras; cierto correrse poco a poco a la familiaridad; complacencias, atenciones rebuscadas, ofrecerse para todo lo que fuere menester, etc. Procurarse pláticas secretas donde no molesten ojos ni oídos extraños; alargarlas sin tasa, repetirlas sin motivo. Hablar poco de cosas de Dios, y mucho de sí y de la mutua amistad. Alabarse, adularse, excusarse recíprocamente. Quejarse amargamente de las correcciones de los superiores, de los estorbos que les ponen para verse, de las sospechas que parecen venirles... Cuando la persona amiga está ausente, sentir inquietud y tristeza. Padecer distracciones en la oración con el recuerdo de ella; encomendarla algunas veces a Dios con fervor extraordinario; tener grabada su imagen en el alma; pensar en ella de día, de noche y aun en sueños. Preguntar con mucho interés dónde se halla, qué hace, cuándo vendrá, si tiene amistad con otra persona. Sentir a su vuelta transportes de gozo desacostumbrados. Padecer una especie de martirio cuando han de separarse de nuevo. Acudir a mil medios para buscar ocasión de verse».
No nos confiemos mucho en la piedad de las gentes con quienes tratamos; porque, cuanto más santas, más nos atraen, «quo sanctiores sunt, eo magis alliciunt». Además, que las tales gentes piensan no haber peligro alguno en el afecto que sienten por un sacerdote y déjanse llevar de él sin miedo; menester es que el sacerdote sepa tenerlas a respetuosa distancia.
Tanquerey, Ad. Compendio de teología Ascética y Mística. Madrid; ed. Palabra 1990, 1era edición. Segunda parte, Libro II, Capítulo II, Artículo IV, sección I (“De la castidad”, pp. 582-593).
Notas
[1] Casiano, Col. XII; S.J. CLÍMACO, Escala, grado XV; S. Thomas, IIa. IIae, q. 151-156; Rodríguez, P. III, tr. IV. De la castidad; S. Fr. De Sales, Vida devota, P. III, cap. XII-XIII; J.J. Olier, Introduction, cap. XII; S. Ligorio, Selva, P. II, Instl. III, Castidad del Sacerdote; Mons. Gay, Vida y virtudes, tr. X; Valuy, Vertus religieuses, Catidad; P. Desurmont, Charité sacerdotale, § 77-79; Mons. Lelong, Le Saint Pretre, 12.a Conf.
[11] Ep. LII, ad Nepotianum, P.L., XXII, 531-532: «Nec in praetebita castitate confidas: nec David sanctior, nec Salomone potes esse sapientior. Memento semper quod paralisi colonum de possessione sua mulier ejecerit.».
[12] «Nam Deus impossibililia non jubet, sed jubendo nonet et facere quod poddis, et petere quod non possi, et adiuvat ut possi» (Trident., sess. VI, cap. XI, Denz., 804).
[14] Eso es lo que ya recomendaba S. Jerónimo a su amigo Nepociano: «Hospitiolum tuum aut raro aut nunquam mulierum pedes terant... Si propter officium clericatus, aut vidua a te visitatur, aut virgo, nunquam solus introesas. Tales habeto socios quorum contubernio non infameris... Solus con sola, secreto et absque arbitro, vel teste non sedeas... Caveto omnes suspiciones, et quidquid probabiliter fingi potest, ne fingatur, ante devita » (Epist.,LII, P.L.,XXII, 531-532).
[15] Describe muy bien S. Jerónimo este peligro: «Omnis his cura de vestibus, si bene oleant, si pes, laxa pelle, non folleat. Crines calamistro vestigio rotantur; digiti de annulis radiant; et ne plantas humidior via aspergat, vix imprimunt summa vestigia. Tales cum videris, sponsos magis aestimato quam clericos» (Epist.,XXII, P.L,.XXII, 414).
[18] Eccli.,IX, 5, 8, 9: «Virginem ne conspicias, ne forte scandalizeris in decore illius... Averte faciem tuam a muliere compta, et ne circumspicias speciem alienam. Propter speciem mulieris multi perierunt, et ex hoc concupiscencia quasi ignis exardescit.»
[23] «O quoties ego ipse in eremo constitutus, et in illa vasta solitudine quae, exusta solis ardoribus, horridum monachis praestat habitaculum, putabam me Romanis interesse deliciis! »