La actual
crisis de la Iglesia afecta al sacerdote. Que la Iglesia esté en crisis, lo ha
dicho Benedicto XVI. Que esta crisis afecte al sacerdote, sería lo más normal.
El sacerdote está en crisis, podría llegar a estarlo y puede incluso ser
conveniente que lo esté. Hay casos y casos. La crisis tiene que ver con la
ruptura entre fe y cultura detectada por Pablo VI, con la crisis institucional
que afecta a las instituciones de esta época y con la desconfianza que
despierta el sacerdote (por los escándalos de abuso espirituales, psicológicos
y sexuales).
Todo
esto, sin embargo, es ocasión de un crecimiento espiritual significativo para
los mismos sacerdotes. Tengo las siguientes razones para pensarlo:
1) La
investidura sobrenatural del sacerdote ha podido cubrirlo de un orgullo sacro
que no corresponde a la humildad evangélica. En la medida que ya no cuente con
este tipo de orgullo, podrá trasparentar mejor el Evangelio.
2) La
investidura sobrenatural del sacerdote encandila a muchas personas, privándolas
de la autonomía que caracteriza especialmente a los adultos. En tanto el
sacerdote no enceguezca a nadie con su prestancia podrá cumplir mejor su misión
de hacer crecer a las personas en conciencia y libertad.
3) El
nuevo planteamiento crítico/adulto de los católicos ante la Iglesia recordará
al sacerdote que su sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio
común de los fieles.
4) La
exposición a la mirada cauta de las personas sobre él le obligará a reconocer
límites entre ambos. Esto facilitará establecer entre ellos relaciones formales
que encaucen debidamente la expresión ideas y la manifestación de afectos. El
amor entre el sacerdote y las personas podrá ser más intenso y honesto, libre
de confusiones y dependencias malsanas.
5) Las
sospechas y aprensiones que despiertan en la gente su condición sacerdotal le
harán participar de la suerte de tantas personas a las que se las desprecia
siendo inocentes. El tiene culpas personales, por cierto; pero la manera como
se da hoy el sacerdocio y los graves abusos cometidos por otros sacerdotes no
son responsabilidad suya. Por tanto, él debe tomar el maltrato como una
injusticia, con lo cual se verá forzado a conectarse con la injusticia del
mundo. Sin este contacto nadie está capacitado para ser sacerdote.
6) El
sacerdote, al verse obligado a poner entre paréntesis su “rol oficial”, podrá
asomarse a su propia humanidad y conectarse con la vida del común de las
personas, siempre vulnerable y frágil, siempre necesitada de cura y de perdón.
Así podrá aprender mejor de la vida y podrá predicar también más desde la vida
que desde sus conocimientos estudiantiles.
7) La
crisis obligará al sacerdote a recordar, reconocer o descubrir que su vocación
al sacerdocio es cosa de Dios antes que suya propia. Tendrá que entender por
fin que su vocación sacerdotal no es natural ni merecida.
8) El
sacerdote, no pudiendo aferrarse a su sacralidad o a su prestigio social estará
más obligado a depender de Dios. A Dios, por otra parte, le será más fácil
hacerle comprender qué es realmente la vida, especialmente la de quienes son
humillados en su dignidad y difamados; y podrá, en definitiva, ejercer con
pertinencia su labor de conductor, de liturgo y de educador.
9) El
sacerdote tendrá que ser culto. Habrá de estar al día en teología y atender de
cerca los signos de los tiempos, lo cual se consigue estudiando y leyendo. El
sacerdote ignorante desorienta. Puede ser incluso un peligro. Los laicos son
hoy más cultos y más críticos que antes. No aceptarán de él cualquier respuesta
o prédica. Ellos le preguntarán por lo que significa hoy el Evangelio para sus
vidas. El, por su parte, tendrá que explicar cómo ha de entenderse la doctrina
de la Iglesia de modo que traduzca el Evangelio en Buena noticia, en vez de ser
ella una enseñanza rara o un factor de culpa.
10) En la
medida que el sacerdote crezca en conciencia de que es Dios quien sostiene su
vocación sacerdotal, tendrá que darse cuenta de que no es omnipotente y, por
tanto, que no debe tratar de serlo ni de parecerlo. Liberado de ambos males,
con su debilidad y su ignorancia estará en mejores condiciones de ser sacramento
de la pasión de Cristo; como verdadero ser humano compartirá la
impotencia de los crucificados de la vida, los entenderá con toda el alma y los
representará valientemente delante del Creador.
11) En la
medida que el sacerdote pueda comprobar exactamente en qué estriba su vocación
y en qué no; si vuelve a responder al llamado primero del Señor y termina con
la rutina en que ha se ha convertido su vida; si pierde las falsas seguridades
en que se había asentado su vida, triunfará sobre el miedo y ganará libertad
para jugarse por entero por los pobres (cualquiera sea la pobreza que les
afecte). Adquirirá libertad como para cumplir una función profética incluso
ante las autoridades de su Iglesia.
12) Todo
lo anterior debiera convertir al sacerdote un ser humano auténtico, lo cual no
significa otra cosa que vivir el bautismo a un grado radical. La gente no está
para fingimientos de santidad. Esto significa que ha de ser un hombre como lo
fue Jesús, digno como cualquier hijo de Dios y hermano de cualquier persona que
nace en este mundo. El sacerdote que actualice su bautismo en la muerte y
resurrección de Cristo, no tendrá que pedir reconocimientos de autoridad ante
nadie. Al ver su autenticidad, los demás reconocerán espontáneamente su
autoridad.
13) Un
sacerdote auténtico podrá amar a rienda suelta. Su autoridad, en definitiva, no
le vendrá más que de amar. Podrá establecer relaciones de amistad con mujeres
sin “cartas tapadas”. Ellas le harán más humano, más hombre. Podrá, en general,
establecer relaciones cariñosas simétricas y asimétricas según las distintas
edades, las que le llenaran el corazón de ese amor del que nadie puede
prescindir sin renunciar a Dios mismo.
Jorge Costadoat, S.J.
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